Crítica:

El inspector turco

En las primeras páginas del libro estuvo el cadáver. El cuerpo es de un anciano y desde la garganta hasta la pelvis su cuerpo se abre como si fuera la boca de un volcán. El hombre tiene los ojos abiertos, está echado sobre la cama y en la pared del cabezal han dibujado con sangre una esvástica. Así recuerdo lo leído. Unas líneas después se fueron presentando los personajes. Llegó el inspector Çetin Ikmen, escuálido, pequeño, bebedor sin complejos a quien sus cincuenta cigarrillos diarios le hacen perder el resuello con facilidad. Ikmen es padre de ocho hijos y Fatma, su mujer, embarazada de nu...

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En las primeras páginas del libro estuvo el cadáver. El cuerpo es de un anciano y desde la garganta hasta la pelvis su cuerpo se abre como si fuera la boca de un volcán. El hombre tiene los ojos abiertos, está echado sobre la cama y en la pared del cabezal han dibujado con sangre una esvástica. Así recuerdo lo leído. Unas líneas después se fueron presentando los personajes. Llegó el inspector Çetin Ikmen, escuálido, pequeño, bebedor sin complejos a quien sus cincuenta cigarrillos diarios le hacen perder el resuello con facilidad. Ikmen es padre de ocho hijos y Fatma, su mujer, embarazada de nuevo, no se acostumbra a sus ausencias y silencios. Timür es el padre de Çetin y sabe ruso. Y está también Suleyman, el ayudante del inspector. Arto Sarkissian es el nombre del forense, y Robert Cornelius el de un maduro inglés de pasado complicado que se ha enamorado de ese modo feroz que sólo es posible cuando se intuye que va a ser la última vez. Natalia Gulcu es su amada, una joven que añade riesgo al sexo. Volvamos al hombre muerto: se llama Leonid Meyer, su casa está en Balat, un barrio laberíntico de Estambul habitado principalmente por judíos, y junto a su cama hay una agenda escrita con caracteres cirílicos.

LA HIJA DE BALTASAR

Barbara Nadel

Traducción de Ana Mata Buil

El Aleph. Barcelona, 2005

384 páginas. 20 euros

La hija de Baltasar es la primera novela de una (hasta ahora) serie de seis, cuyo protagonista es Çetin Ikmen, un inspector turco de mirada desencantada y una intuición casi pedagógica. La británica Bárbara Nadel lo creó en 1999 y eligió Estambul como el lugar idóneo para desarrollar intrigas. En la ciudad se amalgaman costumbres, tradiciones y modernidad. También realidades y leyendas. El barrio de Balat es, en esta ocasión, un escenario singular. Junto a Ikmen y el humo de sus cigarrillos sabremos de certezas y dudas y de una memoria de odio heredado a la que sólo redime la venganza.

El lector disfruta observando la intuición de Ikmen para desechar pistas falsas. Y se lee con interés el camino de esa falsificación que si bien aparta de las razones del verdugo se interroga sobre nuevos enigmas. Y todo porque, según avanza la novela, la tormenta que anida en la mente de los personajes crece hasta desatarse revelando zonas oscuras de la memoria. Así pues, nos alejaremos de Balat y estará Londres y el niño pelirrojo que fue la pesadilla de Cornelius, los últimos días de la Rusia zarista y ese tiempo de guerra y persecución en los años cuarenta del siglo pasado, donde era suicida nombrarse judío. Y veremos fotografías del ayer con rostros sonrientes y jóvenes, que en el presente no son sino máscaras que esconden incertidumbre. Barbara Nadel ha escrito una buena historia de vivos y muertos, donde el recuerdo de estos últimos persigue el peregrinar de los protagonistas de La hija de Baltasar.

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