Columna

Esperando a Godot

"Sólo una cosa está clara; estamos esperando a Godot". Esta frase, expresada por uno de los dos geniales vagabundos de la obra de Beckett, concentra en nueve palabras la esencia del movimiento denominado "teatro del absurdo". Éste es una tendencia en la literatura dramática emergida en el París de los años cuarenta y principios de los cincuenta, concretada de forma magistral en las obras de Arthur Adamov, Arrabal, Genet, Ionesco y el propio Beckett. Suele caracterizarse por temáticas que aparentan carecer de significado, llenas de diálogos repetitivos (una y otra vez, siempre lo mismo hasta qu...

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"Sólo una cosa está clara; estamos esperando a Godot". Esta frase, expresada por uno de los dos geniales vagabundos de la obra de Beckett, concentra en nueve palabras la esencia del movimiento denominado "teatro del absurdo". Éste es una tendencia en la literatura dramática emergida en el París de los años cuarenta y principios de los cincuenta, concretada de forma magistral en las obras de Arthur Adamov, Arrabal, Genet, Ionesco y el propio Beckett. Suele caracterizarse por temáticas que aparentan carecer de significado, llenas de diálogos repetitivos (una y otra vez, siempre lo mismo hasta que caiga la noche y volver a empezar), vertebradas a partir de una clara ausencia de secuencia dramática. Albert Camus y Jean-Paul Sartre son los filósofos que dan base a esta tendencia teatral; autores principales de la escuela existencialista que, en el instante histórico de la Segunda Guerra Mundial, opinaron desilusionadamente sobre un mundo desgarrado por conflictos y roto por ideologías enfrentadas.

Esta curiosa obra en la que todo es siempre lo mismo, día tras día, legislatura tras legislatura

Los escritores del teatro del absurdo buscan representar el principio existencial que señala el intento del hombre por encontrarse a sí mismo en un mundo absurdo, en una circunstancia desprovista de todo sentido por el desmoronamiento de "los aislantes": las estructuras morales, religiosas, sociales y políticas que el ser humano construye para crear ilusiones que den sentido a su vida. En cualquiera de estas obras flota en el ambiente la frase de Camus: "La vida es inherentemente absurda". A pesar de esto, los autores del absurdo siguen pensando que el verbo vivir puede llenarse en algún momento. De alguna manera, la vida recobrará su sentido pleno apareciendo Godot por la esquina del escenario (saliendo de una librería, diría Cortazar en Rayuela). "¿Y si aparece qué pasa?", pregunta el vagabundo Didi. "Que sencillamente, estaremos salvados", responde Gogo.

La obra consiste en dos personajes instalados en un escenario casi vacío en el que apenas hacen nada más que dejar pasar el tiempo y esperar a un tal Godot. Simplemente esperan junto a un árbol (¿de la ciencia?) en una radical soledad e incomunicación que no pueden evitar ni con la compañía mutua ni con los diálogos que entablan para intentar ahuyentar el silencio y el sinsentido de todo lo que pasa. Beckett nos enfrenta a la espera como experimento del tiempo y su ausencia de movimiento; repetir siempre el mismo acto sin una perspectiva de cambio, una y otra vez esperando lo mismo; la visita de un tal Godot que representa ¿la esperanza?, ¿el sentido de algo?, ¿el sentido de todo?, sencillamente, como dice Gogo, la liberación en su sentido más amplio.

Llena de un diálogo roto e incompleto, de reivindicaciones formales y estériles del mismo, el autor apunta con esta obra hacia la incomunicación humana y la incapacidad manifiesta que tenemos de recibir la visita que nos salve. Dos vagabundos que han renunciado "a sus derechos" (a los aislantes que hay que quitarse para darse cuenta de que esto no es lo que tendría que ser), que viven, por lo tanto, una situación de vacío sin la que sería imposible comprender que necesitan ser salvados y que alguien llegará para salvarles; no están atrapados en los absurdos aceptados y por eso están precisamente libres para los sueños y listos para las esperanzas.

Es, por lo tanto, una obra tremendamente optimista en su fondo; sólo si descreemos de los aislantes, sólo si nos deshacemos de ellos y nos presentamos como vagabundos de las construcciones aceptadas, estaremos en condiciones de pensar que es posible la esperanza de que aparezca algún Godot a tiempo y nos libere de este absurdo en el que estamos metidos de lleno.

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No sé si fue por la sobrepresencia de absurdos en nuestro pequeño escenario, no sé si fue la compañía de aquellos amigos que venían de casa, pero el caso es que en un pase de la obra en una pequeña sala de una calle escondida en Lavapies, me dio por pensar que aquellos vagabundos podríamos ser nosotros mismos. Nosotros, los ciudadanos instalados en la esperanza de que vendrá un Godot mañana para librarnos de esta constante en el mismo absurdo de siempre. Me refiero a todos los que, en nuestra particular obra de teatro, hemos decidido que antes de sentirnos identificados y protegidos en la soberanía o la cosoberanía, los dogmas originarios y la exaltación nacional de la identidad, optamos por los harapos de la renuncia a estos aislantes. (También en este verano en el que leemos los periódicos y encontramos cosas que algunos no entendemos que estén ahí).

Aburridos como estamos de sus abrigos de tres partes es mejor desnudarse, desconfiar de "las bandas de jazz bien empastadas" hasta que no reconozcan que todavía no suenan bien. Es mejor malvivir así, esperando la llegada de, por fin, algo serio.

Aquí, en nuestro pequeño escenario, en esta curiosa obra en la que todo es siempre lo mismo, día tras día, legislatura tras legislatura, aburrida e interesadamente lo mismo. Quitarse esos ropajes es ya una gran victoria; una demostración de optimismo, de dignidad y de compromiso, una reivindicación de un Godot de ciudadanía que nos libre de todo este absurdo y pesado sinsentido.

Eduardo Madina es secretario general de Juventudes Socialistas de Euskadi.

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