Columna

'Double decker'

El tube y el double-decker son las Torres Gemelas de Londres. Dos hogares para mí acogedores, pues, a lo largo de una residencia de muchos años en la capital inglesa, pasé interminables horas viajando dentro de ellos. Naturalmente, lo luctuoso, lo trágico, lo irreparable de los atentados de la semana pasada es el número de sus víctimas, y de ningún modo quisiera yo repetir el chiste macabro que, con motivo del hundimiento del Titanic, hizo un dibujante del New Yorker, pintando a un hombre compungido que, con un osito polar atado a un lazo, acudía a la oficina de inf...

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El tube y el double-decker son las Torres Gemelas de Londres. Dos hogares para mí acogedores, pues, a lo largo de una residencia de muchos años en la capital inglesa, pasé interminables horas viajando dentro de ellos. Naturalmente, lo luctuoso, lo trágico, lo irreparable de los atentados de la semana pasada es el número de sus víctimas, y de ningún modo quisiera yo repetir el chiste macabro que, con motivo del hundimiento del Titanic, hizo un dibujante del New Yorker, pintando a un hombre compungido que, con un osito polar atado a un lazo, acudía a la oficina de información sobre los siniestrados del naufragio y preguntaba: "¿Se sabe algo del iceberg?".

Primero hay que llorar a los muertos, asistir a los mutilados, compadecer a los brutalmente privados de la compañía de un ser querido. Después, movilizarse contra la barbarie de deformado rostro religioso que provoca estas matanzas. Y luego, aún no calmado el dolor ni vencido el espanto, tener tal vez un brote melancólico hacia esas arcaicas y entrañadas instituciones del tejido urbano londinense que son el tube o tren subterráneo y el double-decker o autobús de dos pisos.

Nada podía hacer en estos últimos días por aliviar la angustia de mis antiguos conciudadanos (afortunadamente, ninguno de los amigos que allí mantengo ha sido dañado por las bombas). Así que decidí entrar en el orden simbólico y hacer un viaje por Madrid que al menos en mi conciencia reprodujera de forma figurada y sentimental los frecuentes desplazamientos de hace treinta años usando los transportes públicos de Londres.

Soy, aunque a algunos que me conocen les parece una anomalía, si no una perversión, usuario fiel del metro allí donde me halle. ¿Inconfesada nostalgia del abismo? Quizá. Pero me gusta, no sólo por ahorrar en taxi o perseguir la puntualidad, bajar a las profundidades y coger ese tren largo y estrecho que serpentea bajo el asfalto. Tengo mis favoritos, y mis manías. El más bello del mundo es el de Bilbao, obra maestra de lo Sublime diseñada por Norman Foster; el más canalla, el de Nueva York; el más eficaz, el de París, mientras que el de Madrid, el más usado por mí, lo encuentro errático en sus frecuencias, despilfarrador a veces en la climatización de sus vagones y zarrapastroso a más no poder en sus escaleras automáticas, a menudo inmóviles por unas averías que dejan ver la aterradora tripa de la maquinaria.

Con todo, el otro día bajé al andén de Avenida de América y cogí el primer tren de la línea 4, eligiendo adrede la dirección de Esperanza. Viajaba en esa línea marrón, pero mi cabeza estaba con la línea azul del underground londinense, la Piccadilly Line, la misma que por lo angosto de sus túneles y la forma redondeada de sus convoyes dio nombre genérico a toda la red subterránea: the tube, el tubo. Durante ocho años fui viajero constante de esa línea y de la Northern, otra venerable antigualla del metro más antiguo del mundo, y, por lo hoy sabido, blanco en alguna de sus estaciones de la bomba que llevaba el terrorista más joven del grupo, Hasib Hussain, quien sólo por no poder hacerlo al suspenderse la circulación ferroviaria salió a la superficie y tomó el autobús 30.

El 30. Yo he amado, creo que como todo el mundo, la peculiaridad estrafalaria del autobús rojo de dos pisos, más representativo de Londres que la mismísima Torre de Londres. Y muchas veces, cuando me ponía claustrofóbico o los trenes venían abarrotados, tomaba el double-decker, sentándome siempre en el piso alto, no sólo por las vistas, sino por el intríngulis de su escalerita de caracol. El 74 y el 30. Qué bien los recuerdo. Eran los dos autobuses que me llevaban a diario de mi casa a casa de mi amigo Andy, y de la facultad al cine-club Starlight, en Marble Arch, donde me unía a la entera familia Cabrera Infante para ver musicales de Hollywood. Una de las primeras víctimas identificadas del 7-J fue Gladys Wundowa, señora de la limpieza de las aulas del University College, donde yo estudié la carrera. No sólo por homenajearla subí, al terminar mi sentimental viaje en metro, a un autobús madrileño de un solo piso. El primero que apareció: un 200. Una vez dentro, me di cuenta de que llevaba al aeropuerto. Cómo me habría gustado volar a Londres.

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