Columna

Pozo

"ES UN gran agujero negro de un metro de diámetro que se abre en el suelo, oculto hábilmente entre la hierba", le dice la joven Naoko al no menos joven Watanabe en el transcurso de un paseo que dan ambos por un bosque, para después añadir ella que, cuando alguien desaparece, se conjetura siempre en este lugar que seguramente se caería al pozo. Era la primavera de 1968, y estos dos jóvenes, de 19 años, que se acababan de reencontrar un par de años después del suicidio de Kizuki, el novio de Naoko y el íntimo de Watanabe, seguían todavía bastante perdidos, mientras, a duras penas, cursaban estud...

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"ES UN gran agujero negro de un metro de diámetro que se abre en el suelo, oculto hábilmente entre la hierba", le dice la joven Naoko al no menos joven Watanabe en el transcurso de un paseo que dan ambos por un bosque, para después añadir ella que, cuando alguien desaparece, se conjetura siempre en este lugar que seguramente se caería al pozo. Era la primavera de 1968, y estos dos jóvenes, de 19 años, que se acababan de reencontrar un par de años después del suicidio de Kizuki, el novio de Naoko y el íntimo de Watanabe, seguían todavía bastante perdidos, mientras, a duras penas, cursaban estudios en sendas universidades de Tokio. La remoración de esta historia por parte de Watanabe, 18 años después, es el desencadenante de la novela titulada originalmente Norwegian Wood (1987), de Haruki Murakami, traducida ahora al castellano como Tokio blues (Tusquets), donde se relata la historia de los dos jóvenes citados, pero también la de otros igualmente implicados en la difícil situación del tránsito de la adolescencia. Por lo demás, el título original se corresponde con una canción de los Beatles, Madera noruega, compuesta en 1965, y que narra un furtivo y frustrado encuentro nocturno amoroso de dos adolescentes británicos.

La adolescencia, como etimológicamente nos indica la palabra, es un estado carencial al límite porque, teniendo toda la vida por delante, algunos de los sujetos pacientes de esta edad, de vez en cuando y sin saberse porqué, se caen en ese pozo aludido por Naoko. Pero, en cualquier caso, todos, con mayor o menor lucidez, han de afrontar que la vida es inseparable de la muerte; esto es, que vivir es un peligroso sobrevivirse. En los estados carenciales extremos, por otra parte, sólo cabe la belleza, un fluido de sensaciones intensas que no se puede desglosar sino retrospectivamente. Demasiado tarde quizá. Pero ¿cómo evitar el vértigo de estar al borde del abismo, poblado de melodiosas voces de sirenas, sin dejarse caer en él? La madera noruega de la novela de Murakami está veteada por las historias de estos náufragos, a veces tragados inclementemente por las profundidades marinas. Agarrándose entre sí, los unos con los otros, braceando con la muerte. Una danza entre Eros y Thanatos pero bailada a ciegas, en la que se pierde con frecuencia la pareja en la oscuridad sin que deje de sonar la misma música pegadiza de fondo. Esta música te acompaña ya el resto de la vida, porque es la vida, si bien desvelada cuando todavía apenas si has podido vivir.

Cuando murió su amigo Kizuki, Watanabe aprendió que "la muerte no se opone a la vida, la muerte está incluida en la vida". Como el de la belleza es un aprendizaje agridulce y en realidad no sirve para otra cosa que para vivir o, lo que es lo mismo, para amar, aunque tal ciencia no te impida, antes o después, caer en un pozo. Éstas son las vetas de la compacta y hasta cálida madera noruega de la hermosa novela de Haruki Murakami, nacido en Kioto en 1949.

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