Columna

Duelo en el espejo de la muerte

Ha sido una de esas casualidades que explican muchas cosas. El duelo comenzó hace diez años y no estamos seguros de que haya terminado todavía. Mejor. Fue entonces cuando nacía el ciclo Grandes intérpretes, de Scherzo, que ha plantado solos, encima del escenario del Auditorio Nacional de Madrid, a los mejores pianistas del mundo. Dos de ellos ya participaron en la primera edición: el italiano Maurizio Pollini y el polaco Krystian Zimerman, que hoy, cuando falta Sviatoslav Richter, que inauguró con todo merecimiento el ciclo, representan la excelencia del instrumento en sus más inabarcab...

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Ha sido una de esas casualidades que explican muchas cosas. El duelo comenzó hace diez años y no estamos seguros de que haya terminado todavía. Mejor. Fue entonces cuando nacía el ciclo Grandes intérpretes, de Scherzo, que ha plantado solos, encima del escenario del Auditorio Nacional de Madrid, a los mejores pianistas del mundo. Dos de ellos ya participaron en la primera edición: el italiano Maurizio Pollini y el polaco Krystian Zimerman, que hoy, cuando falta Sviatoslav Richter, que inauguró con todo merecimiento el ciclo, representan la excelencia del instrumento en sus más inabarcables dimensiones. Entonces, por casualidad, llevaban en su programa la Sonata número dos, de Chopin, conocida como la Sonata fúnebre. Diez años después, en el décimo ciclo, sin que nadie lo supiera, sin que ninguno hablara de planes, ni de intenciones porque no revelaron su programa hasta muy tarde, han vuelto a repetir la misma pieza, en el mismo escenario, pero de forma totalmente diferente.

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¿Quién quiere elegir una de las dos versiones? ¿Por qué hay que hacerlo, además, cuando puedes aprender y guardar respuestas aleccionadoras de esta obra auténtica que nos prepara ante lo definitivo? Pollini fue claro, conciso, transparente y nos regaló el pasado 30 de abril una versión de la que se extraía estoicismo, una agnóstica aceptación de lo que algún día va a llegar, sin remisión, sin falta, con la contundencia del absoluto.

Zimerman, que se presentó en Madrid con su afinador y su propio piano, transportado por él en coche desde Suiza, nos heló literalmente el pasado martes hasta el punto en que el público comprendió que no podía pedir propinas. Lo hizo con una versión rebelde, cargada de una solemnidad que revela exasperación, que le hace levantarse en armas ante algo que no acaba de aceptar. Escaló el primer movimiento con el temperamento del artista total, dialogó en el Scherzo con una delicadeza llena de humanismo y llegó a la marcha fúnebre, desnudo en su falta de resignación, con una oración callada para rematarlo antes de resolver el finale en un auténtico rapto de locura que nos colocó a todos, ya entre lágrimas, sacudidos por el miedo, ante el desquiciante espejo de la muerte.

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