Tribuna:EL CONTROL DEL COMERCIO INTERNACIONAL DE ARMAS

La disuasión armada

Parece tópico de tan manido. Pero no cabe sino insistir que el acontecimiento más decisivo vivido por quienes nos ha tocado en suerte ser testigos de los avatares de la segunda mitad del siglo XX fue sin duda la caída del muro de Berlín. Allí se acabó con estrépito -y con júbilo- la pesadilla del largo enfrentamiento ideológico entre democracia y comunismo. Simplemente el poder de la libertad terminaba por imponerse a la sinrazón. Y todo ello sin esa hecatombe de una nueva guerra mundial que pendía en forma de "Ejército Rojo".

Viene esta pequeña introducción para quienes parecen olvidar...

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Parece tópico de tan manido. Pero no cabe sino insistir que el acontecimiento más decisivo vivido por quienes nos ha tocado en suerte ser testigos de los avatares de la segunda mitad del siglo XX fue sin duda la caída del muro de Berlín. Allí se acabó con estrépito -y con júbilo- la pesadilla del largo enfrentamiento ideológico entre democracia y comunismo. Simplemente el poder de la libertad terminaba por imponerse a la sinrazón. Y todo ello sin esa hecatombe de una nueva guerra mundial que pendía en forma de "Ejército Rojo".

Viene esta pequeña introducción para quienes parecen olvidar que esta gran hazaña ideológica se logró sin disparos, pero con un ingente esfuerzo militar por detrás. Un esfuerzo que ocupó las mentes y los presupuestos de los países llamados libres. En pocas palabras, se ganó por nuestros principios, pero sobre todo porque funcionó la disuasión armada. Nadie sensato hoy en día pondría así en duda que todo el caudal gigantesco que se invirtió en mantener a nuestros ejércitos diez pasos tecnológicos por delante de los del mundo soviético bien mereció la pena. La alternativa hubiera significado las delicias de los Gulags para muchos, quizás incluidos quienes hoy aún insisten en las maldades intrínsecas, sin paliativos, de la industria militar.

Es uno de los tantos flujos de productos necesarios a nuestra realidad
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Se da la circunstancia, además, que una gran parte de los logros tecnológicos fueron de los llamados de "doble uso", con repercusiones altamente benéficas en la vida civil. Los conocidos ejemplos del radar y de Internet no son sino un par de botones de muestra de una lista amplísima.

Porque al periodo de máxima tensión que conocemos como guerra fría, a estos apabullantes recursos económicos y humanos que dedicaron los países occidentales a la defensa, se corresponde el más espectacular crecimiento de nivel de vida, de avances sociales, de desarrollo tecnológico. No sólo hubo dinero suficiente para todo, para cañones y para mantequilla, sino que parecía que ambos conceptos, esfuerzo militar y progreso civil, se retroalimentaban.

Pero volvamos a la disuasión. Alguna vez he señalado cómo el final del "ciclo de vida" de un arma cualquiera, de un caza, de un destructor, de un carro... sin haber llegado a estrenarse en conflictos bélicos, produce en los profesionales que lo diseñaron o manejaron una satisfacción de "objetivo cumplido". Porque estas sofisticadas máquinas no se construyen primariamente para el combate, sino precisamente para evitarlo, si bien su efecto disuasorio sólo será efectivo cuando su capacidad técnica y la voluntad de ser utilizados quedan patentes.

Toda esta línea argumental es válida cuando se aplica a países enmarcados en alianzas como la OTAN y la Unión Europea, donde estrictos controles desde las administraciones civiles mantienen a industrias y a ejércitos sometidos a los principios y reglas del derecho. Pero, ¿qué ocurre cuando el armamento pensado para nuestros países, para Ejércitos responsables sometidos al poder civil, entra en el amplio circuito internacional mediante exportaciones más o menos controladas? ¿Es lícito poner en manos de cualquier gobernante de países "en vías de desarrollo" armamento moderno sólo por el beneficio de la cuenta de resultados de las empresas?

En principio, todo Estado soberano tiene derecho a defenderse. Pero qué duda cabe que gobiernos y gobernantes se ganan cada día a pulso nuestra desconfianza sobre el uso que puedan dar al armamento. Se hace así, pues, indispensable un "control de armas": mecanismos y códigos de conducta impuestos que eviten en la medida de lo posible el uso y el abuso que "gobernantes delincuentes" puedan realizar contra Estados o poblaciones.

Este "control de armas" existe en la teoría y en la práctica desde hace tiempo. Pero, ¿es realmente eficaz? ¿Quién decide cuándo un país, un gobierno, es merecedor de confianza o debe ser incluido en esa ignominiosa lista de "embargados" que le excluye la venta de armamento? Ahí reside el quid de la cuestión. Porque parece claro que países de regímenes dictatoriales o en manos de gobernantes imbuidos de preceptos agresivos son candidatos indiscutibles a esa lista negra. Las dudas comienzan como siempre en las zonas grises o en las interpretaciones más o menos laxas que hagamos de la situación, de la evolución o de las intenciones de aquellos países que por sus circunstancias fueron objeto de embargo, pero que parecen evolucionar hacia el respeto de las normas.

Pongamos el caso vivo y de actualidad de China. ¿Es el Gobierno de Pekín un régimen todavía inscribible en la vieja lista de las potencias comunistas, siempre dispuestas a imponer a otros su doctrina por la ley de la fuerza? ¿O ha alcanzado ya ese regusto por la libertad que su espectacular desarrollo económico parece garantizar? Es difícil negar a una gran potencia a la que se admite sin reparos en todos los círculos, a la que se le exige comportamientos económicos, financieros, comerciales como uno más de los países occidentales, ese margen de confianza que presupone el buen uso de su inmenso arsenal militar. Y en este sentido es comprensible el punto de vista de ciertos gobernantes europeos que proponen al menos un relajamiento progresivo del embargo acordado tras los incidentes de Tiananmen para incitar a los actuales responsables chinos a incorporarse plenamente al sistema de control mutuo imperante en las sociedades libres.

Pero son también comprensibles los recelos que suscitan las políticas de fuerza y hechos consumados que amenazan la supervivencia de Taiwán -bien es verdad que exacerbadas por actitudes bastante irresponsables de los líderes actuales de la isla- o la permanente opresión que vive el Tibet, y como tal es lógica la negativa de otros gobiernos a levantar el embargo sin antes obtener rectificaciones o mayores garantías de la Republica Popular. De hecho, a la vista de estas situaciones, no parece previsible en un futuro próximo que el gigantesco mercado chino, sus ansias por hacerse con las últimas tecnologías militares -rige siempre el precepto de mantenerse al menos diez pasos tecnológicos por delante que tan eficaz se demostró frente al oso soviético-, vaya a quedar abierto para el comercio internacional de armamento.

Otra cuestión sería preguntarse por la eficacia de los embargos. Hasta qué punto estas restricciones previenen los estallidos bélicos o los actos de fuerza. Desgraciadamente, los ejemplos bien recientes de las guerras balcánicas, las matanzas de hutus y tutsis, o las barbaridades de Sadam Husein, demuestran cuán lejos los instintos salvajes están de ser controlados por la mera prohibición de venderles armamento. Es más, son las armas al servicio de la legalidad internacional las que acaban teniendo que imponerse para devolver las situaciones a una cordura más o menos racional. ¿Que esta "legalidad internacional" es vaga, inconcreta y de difícil definición cuando no de tardía aplicación? Aun así, y volviendo la vista atrás, frente a los ejemplos innegables de tantas injusticias y brutalidades, es también creciente el progreso hacia la globalización del imperio de una legalidad, insistamos, que necesita muchas veces del argumento de las armas para imponerse a quienes conculcan el respeto a esas normas.

Concluyamos: el comercio internacional de armamento es hoy, y lo será por siglos, uno de tantos flujos de productos necesarios a nuestra realidad y a nuestras sociedades, donde normas y leyes van avanzando en su imperio, pero donde no parece que sólo vayan a prevalecer países y gobernantes respetuosos con el orden mundial imperante. Hay y habrá países delincuentes frente a los que es indispensable la legítima defensa individual y colectiva. Otra cosa, por supuesto, es que ese comercio y esa internacionalización progresiva en la producción y desarrollo de capacidades militares no deba de estar sometido al rigor y al control de legalidades nacionales e internacionales. Y que estas leyes, estos controles no deban aún mejorar mucho. Lo demás son utopías seráficas.

Antonio de Oyarzábal es presidente del Consejo de Administración de General Dynamics Santa Bárbara Sistemas

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