Crónica:LA CRÓNICA

Una lágrima cayó en la arena

Hubo un tiempo muy remoto en que mi padre, siendo un forofo de la rumba catalana, nos despertaba todos los domingos por la mañana con las canciones de Peret. Claro que también era -y es- un ferviente amante del canto gregoriano y nosotros, sus hijos, no sabíamos nunca con qué música nos levantaríamos. Ni que decir tiene que, en plena adolescencia, esperábamos fervientemente oír Una lágrima cayó en la arena antes que las voces planas de los monjes de Montserrat. Hay recuerdos que quedan como adormecidos en la memoria, pero de vez en cuando, por un simple detalle, salen a la superficie. E...

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Hubo un tiempo muy remoto en que mi padre, siendo un forofo de la rumba catalana, nos despertaba todos los domingos por la mañana con las canciones de Peret. Claro que también era -y es- un ferviente amante del canto gregoriano y nosotros, sus hijos, no sabíamos nunca con qué música nos levantaríamos. Ni que decir tiene que, en plena adolescencia, esperábamos fervientemente oír Una lágrima cayó en la arena antes que las voces planas de los monjes de Montserrat. Hay recuerdos que quedan como adormecidos en la memoria, pero de vez en cuando, por un simple detalle, salen a la superficie. Eso me ocurrió hace unos meses, cuando tuve entre mis manos un libro, o mejor, un catálogo que el Ayuntamiento de Barcelona editó hace dos años para dar a conocer la diversidad de la ciudad. Se trata de BCN diversa, 400 páginas bien editadas con unas fotos estupendas que hacen un recorrido por las asociaciones de inmigrantes o personas que han venido de lejos y han proyectado aquí sus ilusiones. Releyendo el catálogo me fijé en la Associació de Gitanos El Portal, situada en el barrio del Raval, y enseguida se me encendió la lucecita: seguro que allí encontraría a Peret. Pero me equivocaba porque tal asociación ya no existe. Y me lo temía, ya que hace un año me ocurrió exactamente lo mismo, por lo que he llegado a la conclusión de que, o soy gafe, o BCN diversa es un libro fantasma pagado, supongo, con nuestro presupuesto y lleno de asociaciones que ya no existen. O será muy casual que las haya acertado yo.

Los gitanos del barrio del Raval viven aquí desde siempre, se han mezclado con los payos, pero conservan su identidad

Un poco aturdida pregunté a los vecinos de la calle de Salvador qué había sido de El Portal. "Hace dos años que desapareció", comenta una señora, "pero si quieres información, las gitanas se reúnen cada tarde en el Pans de al lado. Y allí me dirigí. El Pans es uno de los bares de la cadena Pans & Company situado en la ronda de Sant Pau, esquina con la calle de la Cera. Encontré un grupo de mujeres que hablaban de sus cosas sentadas alrededor de varias mesas. Les pregunté por "El Petitet", que era el presidente de la asociación. "Yo soy su madre", me dijo una señora de piel color aceituna, con unos ojos verdes casi transparentes. El Petitet no lo encontraría allí porque los hombres se reúnen en otro bar de la calle de Parlament. El Pans es sólo para las mujeres. "Cuando cerró El Portal buscamos otro sitio para reunirnos. Y lo encontramos aquí", me cuenta una señora con un moño en la nuca. El local se cerró porque los jóvenes se dispersaron. Otra me dice que porque costaba pagar el alquiler, la madre de El Petitet afirma que fue por los tres años de luto que coincidieron en unas cuantas mujeres. "Ya sabes que los gitanos tienen sus normas estrictas y el luto nos impide salir", afirma la del moño. Sea lo que fuere, ahora están encantadas con el Pans. Me cuentan que ellos son de aquí de toda la vida, de generaciones remotas que ya se han mezclado con los payos, pero que conservan su identidad gitana. Dicen que ahora el barrio ha perdido solera, que los inmigrantes lo han ocupado y que mucha gente tiene miedo. "Yo no me atrevo a bajar la basura de noche", dice una de ellas. "Ya no se baila la rumba catalana, ahora bailamos el hamalahí, hamalahá", comentan dos o tres riendo. "Y no somos racistas, ¿eh?". "Piensa que antes, a nosotros, los gitanos, se nos tenía miedo", me dice una señora que parece una paya. "Pero el gitano catalán no es como el castellano. Siempre hemos trabajado y tenemos otra cultura", comenta una señora mayor. "Nosotros hemos sufrido más racismo que los que han llegado ahora". Todas hablan en un catalán precioso que muchos deberían escuchar e imitar.

Pasan los minutos. Les pregunto por los jóvenes y me dicen que las chicas también van al Pans, que se pintan y se arreglan, pero que no van a las discotecas y que a las nueve las quieren en casa. "Ya están acostumbradas. Es la tradición. Y se casan vírgenes, ¿eh?". De repente se abre la puerta y aparece Peret. Me quedo como pasmada y no le digo lo mucho que le admira mi padre. Habla con alguna de ellas, sin sentarse, y se va pronto. Más tarde sabré que acaba de publicar un libro: El alma de un pueblo, escrito por una sobrina suya, y que prepara un disco y una exposición. Se nota que todos le adoran. Ya en la calle, me reúno con El Petitet, que tiene una inmobiliaria justo delante. Me cuenta que la rumba catalana ya no es lo que era, que la rumba pura se toca con guitarra, palmas y percusión, no con piano y trompetas. Le digo que el mundo avanza, pero... El Petitet es un palmero percusionista que ha tocado con Gato Pérez, Moncho, Marina Rossell, Peret... Ha dado clase en el Taller de Músics y ahora prepara un disco con jóvenes del barrio y el propio Taller. "Somos unos 500 gitanos en el Raval distribuidos entre las calles de la Cera, Salvador, Botella y Carretes. Este es el mejor barrio del mundo, con la gente hablando en la calle, la ropa tendida en los balcones, la rumba: es el nostro castell", me dice con orgullo. Me cuenta todo lo que habían organizado en El Portal y lo doloroso que fue cerrarlo, pero tiene un as bajo la manga y algún día aparecerá algo nuevo. Le pregunto si se entienden con los nuevos inmigrantes. "Bueno, ya sabes que nuestras chicas son muy guapas, pero las respetan. Nosotros aceptamos a todos los que vienen a trabajar". Al final me acompaña de nuevo al Pans, pero sólo para las fotos, porque, dice, es un sitio de mujeres. Las dejo hablando y riendo, bajo la protección de un superbocata de jamón y queso -en versión cartón- que cuelga de la pared.

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