Columna

En un lugar...

Toda narración que se precie necesita un comienzo, que puede remontarse al mito o a la realidad: a un lugar geográfico concreto y determinado. "En aquel tiempo", por ejemplo. Nada sería igual, si Cervantes no hubiese iniciado su novela máxima con estas palabras "En un lugar de la Mancha...". El lugar de nacimiento determina la personalidad del personaje, como define, de alguna manera, a las personas. No es que haya un determinismo genérico, que obliga a un manchego a ser don Quijote toda la vida; ni siquiera lo hay que obligue a un vasco a comportarse como Zumalakarregi o san Ignacio, ...

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Toda narración que se precie necesita un comienzo, que puede remontarse al mito o a la realidad: a un lugar geográfico concreto y determinado. "En aquel tiempo", por ejemplo. Nada sería igual, si Cervantes no hubiese iniciado su novela máxima con estas palabras "En un lugar de la Mancha...". El lugar de nacimiento determina la personalidad del personaje, como define, de alguna manera, a las personas. No es que haya un determinismo genérico, que obliga a un manchego a ser don Quijote toda la vida; ni siquiera lo hay que obligue a un vasco a comportarse como Zumalakarregi o san Ignacio, gure patroi handiya; no, la realidad es más compleja y el ser humano obedece, afortunadamente, a otras variables culturales, económicas y sociales.

Una campaña electoral es una narración que tiene su inicio, su punto culminante, su declive y su final

Una campaña electoral es una narración que tiene su inicio, su punto culminante, su declive y su final. Es un texto vivo que sufre desde el comienzo la influencia del destinatario, que critica desde el comienzo el propio texto, pero que adquiere su razón de ser al final, a la hora de la votación. Si la narración gusta será asumida, aceptada y reafirmada en una papeleta, texto escueto donde los haya; y será confirmada así, o negada su naturaleza. Tiene, por ello, mucha importancia el comienzo, el lugar geográfico del que parten los distintos candidatos, las distintas narraciones; porque nada está, suponemos, sujeto al albur o al azar; aunque luego sea el albur o el azar quien ponga las cosas en su sitio.

El partido-partido, el partido que lleva gobernando la comunidad desde hace veinticinco años, comenzó su campaña en el edificio de la Azucarera de Vitoria, lugar emblemático, por historia, y ahora renovado y dedicado a las nuevas tecnologías. Como si quisieran indicarnos, por una parte, el apego que tienen a la tradición, y también el compromiso que asumen con el futuro; pero lo que más llama la atención es la donosura del mensaje, porque de todos es sabido que el azúcar es metáfora de lo dulce, de lo agradable, de lo contingente. Y es que las penas con pan entran mejor, y el azúcar con plan es como un postre del país (pesado país y postre), que se come con los ojos cerrados, mejor dicho, que se come aunque no se quiera. Sin que uno se de cuenta, no queda nada de lo servido.

El Partido Socialista ha escogido nada más y nada menos que la bahía de la Concha, sin Pakito pero con Patxi, que tiene mirada de enamorado en la fotografía, de amante correspondido, de seductor seducido. En ese lugar tan hermoso, sobre todo cuando las últimas luces del día declinan y aparece en el horizonte el círculo rojo, símbolo del valor, todos los sentidos y los sentimientos tienden hacia la pureza, que es lo bello en estado natural, lo bello en estado de buena esperanza, lo bello en su simpleza. Las parejas pasean cogidas de las manos, tiemblan los tamarindos por efecto del viento, la mar susurra sus viejas historias. Y Patxi contempla el paisaje, y se le llenan los ojos, quizá, de melancolía: la belleza externa no sirve, si no va acompañada de la belleza interna.

El Partido Popular comienza su historia en el Kursaal de San Sebastián, símbolo de la modernidad de la ciudad, a una escala pequeña, pero suficiente, para quien quiere ir despacio en la vida, sin prisas pero sin pausas, sin demasiados sobresaltos, caminando sobre seguro, por carretera firme (nada de trochas y atajos), hasta el final. Es una narración que no ofrece en principio demasiadas variantes, el final se adivina tras el primer paso, tras la primera línea contada. La modernidad empieza en el Kursaal, pero no acaba ahí. Restan el Guggenheim, el Artium, entre otros, continentes más que contenidos, una manera de ver el arte y la vida, muy supeditada a la apariencia y a la virtualidad.

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Ezker Batua, en el Arenal, donde bulle la vida en Bilbao, ciudad animada y cosmopolita. Las fotografías de Javier Madrazo y Bernardo Atxaga en primer plano: dos narradores diferentes pero tremendamente sobrios y eficaces. Alguien puede preguntar que quién se presenta a qué; pero la intención está clara: reunir la urbe y sus gentes; el campo y sus paisajes, Bilbao y Obaba; dos mundos que pocas veces se han llevado bien, excepto en la narración.

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