Crítica:

Dos tazones de té

Sembazuru (Mil grullas) forma, junto con Yukiguni (País de nieve, Emecé, 2003) y Yama no oto (El sonido de la montaña) el trío de obras maestras del que quizá sea el más grande de entre los narradores japoneses del siglo XX, Yasunari Kawabata (Osaka, 1899-Zushi, 1972). En su historia personal hay una cadena de acontecimientos en la misma dirección que parecen ser determinantes en el conjunto de su obra: de niño perdió a su padre a los 18 meses, a su madre 12 meses después, a su nodriza a los 6 años, a su hermana a los 10 y a su abuelo a los 14. De tan completa orfan...

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Sembazuru (Mil grullas) forma, junto con Yukiguni (País de nieve, Emecé, 2003) y Yama no oto (El sonido de la montaña) el trío de obras maestras del que quizá sea el más grande de entre los narradores japoneses del siglo XX, Yasunari Kawabata (Osaka, 1899-Zushi, 1972). En su historia personal hay una cadena de acontecimientos en la misma dirección que parecen ser determinantes en el conjunto de su obra: de niño perdió a su padre a los 18 meses, a su madre 12 meses después, a su nodriza a los 6 años, a su hermana a los 10 y a su abuelo a los 14. De tan completa orfandad quedan en sus libros dos asuntos decisivos con los que tratar: la soledad y la muerte. Tras haber vivido con intensidad en busca de la belleza, se despidió deliberadamente de la vida a los 72 años.

MIL GRULLAS

Yasunari Kawabata

Traducción de María Martoccia

Emecé Editores

Barcelona, 2005

144 páginas. 15 euros

Es conocida la consideración de su obra como la de un artista que, perteneciendo a la tradición literaria japonesa, introduce en ella fórmulas expresivas del mundo occidental. En eso coincide con Junichiro Tanizaki aunque su resolución es muy distinta a la de este último o a la de otros autores influidos por la literatura occidental, como Akutagawa o Nagai; lo que en Tanizaki se resuelve en forma de conflictos dramáticos, en Kawabata se resuelve en el aspecto formal ante todo. Ambos son admiradores del gran clásico de la literatura japonesa, el Genji monogatari de la señora Murasaki Shikibu (Tanizaki es, además, uno de sus transcriptores al japonés moderno). En Kawabata hay una presencia lírica que es característica y que no sólo establece sus lazos con la poesía japonesa tanto como con la prosa sino que en ese estilo es donde se integra esa influencia occidental mencionada, que procede sobre todo de los hallazgos de las vanguardias del siglo XX.

Mil grullas apenas contiene una historia; en realidad es una suma de incidencias en la relación entre siete personas que parecen escenas de la vida normal en torno al ritual de la ceremonia del té. Pero su cohesión es extraordinaria y lo es en doble aspecto: por su capacidad de reunir emociones y por hacerlo empleando la elipsis y la sugerencia. El relato, argumentalmente hablando, apenas es nada; sin embargo, el retrato esencial de soledad que contiene lo es todo; una soledad que tiene tanto de abulia como de angustia, de resignación como de pérdida y cuya densidad es inversamente proporcional a la ligereza de los sucesos. ¿Cómo ahondar hasta lo sustancial por medio de la levedad? Ese es el secreto de este libro y de la literatura de Kawabata. El empleo de la sugerencia es occidental, el empleo de la transparencia es oriental: esa misteriosa comunión produce una escritura única.

El libro gira en torno a un jo

ven, Kikuyi -cuyos padres han muerto- rodeado por cuatro mujeres. La primera, Chikako, ocasional amante de su padre, marcada por una mancha negra en el pecho; la segunda, la señora Ota, amante de su padre hasta el fin de sus días; y dos muchachas jóvenes: Fumiko, hija de la señora Ota, y la señorita Inamura, que porta un bellísimo pañuelo con un motivo de mil grullas. El padre y la madre, cada uno a su manera, son dos fantasmas presentes en la vida de Kikuyi y las dos mujeres mayores; la señorita Inamura, a la que apenas se ve en una escena, es una sombra tras el relato y un ideal de belleza, como su pañuelo. Tres sombras y tres mujeres vivas.

Las relaciones entre Kikuyi y las mujeres siguen un ceremonial alado, pero intenso, lo mismo que la ceremonia del té, y el ritual transmite emociones, encuentros y desencuentros que, poco a poco y apoyándose en los objetos de la ceremonia, se van cargando de intención, tanto por el lado de la malicia y la perversidad (Chikako) como por el del erotismo. La lucha de Fumiko por recuperar su carta o la relación entre ella y Kikuyi en la escena que culmina con la ruptura del tazón Shino son de una belleza, intensa y delicada a la vez, difícilmente superable. De hecho, quizá sea el erotismo la línea conductora que va del padre al hijo por medio de las dos mujeres Ota, y que proviene de tan atrás como los tazones que la tradición de la ceremonia ha llevado a la casa y a la familia desde mucho antes.

"Pero los dos tazones que estaban ante ellos eran como las almas del padre de Kikuyi y la madre de Fumiko. Los tazones de té, de trescientos o cuatrocientos años de antigüedad, estaban enteros y sanos, y no evocaban pensamientos mórbidos. La vida, sin embargo, parecía extenderse tensa por encima de ellos, de una manera casi sensual". Quizá sea esa línea la que pesa sobre un Kikuyi débil e indolente que, no obstante, no puede sustraerse a los acontecimientos que aquéllos provocan. "La debilidad es una carga pesada de llevar", dice, y así es como la vida, en forma de mujeres, se desenvuelve a su alrededor mientras la señorita Inamura se convierte en objeto de ensueño, una belleza ideal e inasible que se desvanece a lo largo de la novela, no por ella misma sino por la indecisión mórbida del propio Kikuyi, que lo perderá todo excepto su soledad.

La expresión literaria de Kawabata lo fía todo a la concisión, por eso sus imágenes no sólo están bien concebidas, sino que son, además, tan expresivas que alcanzan la cualidad de misteriosas. A veces esas imágenes se refieren a puras sensaciones que parecen accesorias y que lo son en verdad, pero que pertenecen al relato con tanta fuerza como las sustanciales por mor de la prodigiosa concisión expresiva con la que trabaja. Así frases como "mirando desde el tren abarrotado, sintió que la calle flotaba sola en ese peculiar momento de la tarde, como si un país extranjero la hubiera dejado caer allí" ó "las palabras eran pequeños sollozos" animan esta escritura de breves párrafos en movimiento constante que corre como el agua de un arroyo por un cauce de serena perennidad.

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