Reportaje:UN AÑO DESPUÉS DE LA MATANZA

Un año de dolor en los andenes

Las estaciones donde explotaron las mochilas bomba reviven el drama 12 meses despu és

El dolor y la ausencia han permanecido durante meses en los andenes de las tres estaciones madrileñas de cercanías -Atocha, El Pozo y Santa Eugenia- en las que estallaron las bombas hace un año y un día. Pero ayer se hicieron más presentes. Heridos en los atentados y familiares de los fallecidos regresaron al lugar del drama al amanecer y esperaron en silencio la llegada de esos trenes hasta que los vieron partir. El alcalde, Alberto Ruiz-Gallardón, y los otros 54 concejales de PP, el PSOE e IU en el Ayuntamiento de Madrid se repartieron por las tres estaciones -y junto a los raíles de entrada...

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El dolor y la ausencia han permanecido durante meses en los andenes de las tres estaciones madrileñas de cercanías -Atocha, El Pozo y Santa Eugenia- en las que estallaron las bombas hace un año y un día. Pero ayer se hicieron más presentes. Heridos en los atentados y familiares de los fallecidos regresaron al lugar del drama al amanecer y esperaron en silencio la llegada de esos trenes hasta que los vieron partir. El alcalde, Alberto Ruiz-Gallardón, y los otros 54 concejales de PP, el PSOE e IU en el Ayuntamiento de Madrid se repartieron por las tres estaciones -y junto a los raíles de entrada a Atocha, frente a la calle Téllez, donde explotó otro convoy- para acompañar a los vecinos.

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ATOCHA. 7.37
Flores para Beatriz

"Bea, soy mamá. Desde ese día no vivo. No paramos de buscarte. Tu hijo te manda muchos besos y papá y tus hermanas. Te quiero y te echamos de menos". Bajo los pies de Carmen Hernández hay un cesto de azaleas color rosa. Las ha traído desde Vallecas, donde vive con su marido, como homenaje a su hija asesinada. Carmen ha logrado sobreponerse a la pena y hacer el mismo trayecto que realizó Beatriz aquel mortal 11 de marzo. "Su último viaje", dice.

El mensaje se lo cuenta a una máquina. A uno de los dos ordenadores que se instalaron en el vestíbulo de Atocha para evitar que el mar de velas que surgió espontáneamente tras los atentados se convirtiera en un peligro para el resto de viajeros. Nada puede aliviar su pena. Nada. Lleva colgada del cuello una cadena con una medalla en la que está grabado el rostro de Beatriz y un diente de leche engarzado en oro del pequeño al que ahora llama "mi niño" pero que en realidad es su nieto.

El alcalde, Alberto Ruiz Gallardón, y la portavoz del PSOE, Trinidad Jiménez, entre otros concejales, han ido a recordar a las víctimas del atentado terrorista que hace un año heló la sangre de Madrid. "¡Dejen pasar que tenemos que ir a trabajar!", gritan varias personas. "¿Qué se adelanta con esto? ¡Vienen aquí a hacerse la foto y nada más! A mí me han matado a una hija y esto sigue siendo inseguro. ¡Ahora podría estallar una bomba!", increpa a los políticos un hombre con el rostro desencajado.

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En el andén 2 de cercanías los sentimientos están a flor de piel. Lágrimas en los ojos y una seriedad, una tristeza que se puede cortar. Tanto que una joven de unos 25 años cae redonda al suelo. Tiembla como una hoja víctima de una crisis de ansiedad y pánico y es atendida por el Samur.

Desde otro andén, una mujer grita "¡Dejadlos descansar!". El despliegue de informadores es desmesurado. Cientos de cámaras y de redactores se desperdigan por Atocha. Todo es desmesurado: los sentimientos, los recuerdos, el seguimiento informativo. Es la hora punta en la estación. La misma a la que hizo explosión la Goma 2 Eco que acabó con la vida de 29 personas e hirió a 176. Las 7.37.

El hermano de Neil Hebe Astocóndor, un peruano de 34 años que también perdió la vida hace un año, ha viajado desde Hamburgo (Alemania), donde vive, para recordarle. "He venido más veces a Madrid pero no he podido acercarme a la estación. Hoy he querido hacer el mismo recorrido que hizo mi hermano. Le robaron el futuro", dice desconsolado mientras muestra fotografías de su hermano muerto. Las azaleas para Beatriz quedan a un lado de la máquina de los mensajes. En unos días estarán secas.

EL POZO. 7.38
La pena que queda

La estación de El Pozo, que hace un año acogió el último aliento de 67 personas (más de 200 sufrieron heridas), amanece con el cielo teñido de rojo y el frío que precede a un día de sol. Los concejales -entre ellos el vicealcalde, Manuel Cobo, y la portavoz de IU, Inés Sabanés- se van colocando en el andén y se estrechan las manos, mientras una veintena de familiares de quienes perdieron la vida permanece en silencio y con la mirada fija en el cartel luminoso que anuncia los trenes con dirección a Atocha. Allí estallaron dos de las cuatro bombas que cargaba a las 7.38 de la mañana, un año atrás, el mismo tren que ahora enfila la entrada a la estación y al que se preparan para subir varios estudiantes con sus carpetas forradas.

"Éste era, éste era", murmura María Jesús Moreno. Le tiembla todo el cuerpo y le sudan las manos. "Yo no sufrí daños físicos. Estaba en el andén, a punto de subir. Vi a mis vecinos, que corrían hacia el vagón... Algunos murieron. Hoy he venido a traer un ramo de flores, pero no sé dónde ponerlo...", cuenta, y mira a derecha e izquierda buscando el lugar perfecto para su homenaje.

Al final decide dejar sus flores bajo un escrito que alguien ha pegado en la pared la noche anterior, y que comienza así: "Estación del Pozo, 7.40. Iba a trabajar, pero no me dejaron llegar. Gracias a Dios sigo en pie, con muchos medicamentos, psicólogos... Pero estoy aquí de cuerpo presente...".

En otro extremo del andén, Juana Leal coloca un ramo enorme y deja apoyada sobre las flores la foto de su marido, Ángel Pardillos Checa, que tenía 61 años cuando murió. "Oí la explosión de Santa Eugenia, oí la del Pozo. Llamé a mi marido y no contestaba. Entonces mis tres hijos y yo nos echamos a la calle. Nos dieron la noticia cuatro días después, pero nunca pude ver el cuerpo". Juana resume este año de infierno: "El dolor no puede ser el del primer día, porque eso no lo aguanta el ser humano. Pero la pena, esa pena queda".

Unos metros más allá está Carlos Jeria, con los ojos brillantes bajo un gorro de lana. Sostiene en una mano un único clavel rojo y abraza con la otra a su esposa, que cierra los ojos y busca el silencio, rodeada de cámaras de televisión. Ambos son chilenos. Su yerno, Héctor Figueroa, dejó sus 33 años de vida en el andén. Llevaba en España seis meses. Tenía un hijo de siete años. Cogía siempre el mismo tren en compañía de su suegro. "Aquel día yo salí un poco antes y me subí en el tren anterior. No lo vi más", cuenta Jeria, llorando ya. Él llegó a Atocha, bajó corriendo para hacer transbordo a otro tren y oyó explotar una bomba a su espalda. Pero él se salvó.

Familiares de Héctor han regresado al andén de El Pozo para honrarle. Esperan a que llegue el tren de las 7.38 y rompen a llorar. Después bajan al vestíbulo, encienden un montón de velas rojas y pegan en la pared una foto de Héctor rodeada de mensajes: "Chasca, te extrañamos", "Que desde el cielo recen por nosotros". Todos gritan: "¡Viva Chile!"

SANTA EUGENIA. 7.38
Un largo abrazo

"Mi hija no tenía que haber ido en ese tren". Florentina García Zapata no para de repetir esa frase, mientras aferra con fuerza la foto de su hija, Angélica González Gómez, una estudiante de Filología Inglesa de 19 años que murió hace un año en la estación de Santa Eugenia, al igual que otros 15 viajeros. Debajo lleva el libro A sangre fría, de Truman Capote, y una rosa roja. Florentina está sola, sentada en un banco rojo, llorando desconsoladamente. Sólo mira la imagen y musita palabras casi inaudibles. Acaba de bajar del tren en el que murió su primogénita 365 días antes. "Es un ángel que nos está guiando desde entonces. Era muy dulce", musita entre lloros.

El momento es muy duro para esta mujer. Detrás de ella se han colocado unos 15 empleados municipales del departamento de Parques y Jardines. Fueron los primeros en entrar en la estación cuando explosionaron las bombas. Uno de ellos se acerca a Florentina y le ofrece un pañuelo de papel. La mujer levanta la vista y le da las gracias. Intenta sonreír pero le resulta imposible. Un grupo de concejales madrileños y cuatro bomberos guardan silencio. Juana Leal, una vecina del barrio que el 11-M perdió a su marido, sube al tren para bajarse dos estaciones más allá, El Pozo, y depositar allí un ramo de flores. "Es nuestro homenaje".

El silencio marca las primeras horas de este triste aniversario, mientras el sol intenta salir tímidamente. Esta tranquilidad mezclada con nerviosismo y miradas de dolor sólo la rompen los trenes que circulan en este punto. Los pasajeros miran a través de las ventanillas con seriedad, con tristeza.

Florentina se levanta del banco y comienza a andar hacia el exterior de la estación. Se funde en un abrazo durante cinco minutos con una mujer que la reconoce. Ambas salen juntas hacia un pequeño jardín del recuerdo que han plantado los empleados municipales. El peor trago aún no ha pasado. Enciende una vela roja con cierta dificultad por la brisa que corre, mientras no para de limpiarse las lágrimas. Después deja la rosa. Sus ojos reflejan un dolor insuperable.

TÉLLEZ. 7.39
Escombros que salvaron vidas

El pretil de 1,60 metros de altura que separa la calle de Téllez de las vías que conducen a la estación de Atocha mostraba velas rojas ardientes, dibujos y poemas infantiles a las 7.39 de ayer. Familiares y amigos de las víctimas habían querido recordar así el primer aniversario del atentado terrorista que, allí mismo, mató a 59 personas e hirió a 230. Mercedes Illana, enfermera del cercano Centro Médico Maestranza, fue la primera sanitaria que acudió a asistir a los heridos. También lo hizo José Antonio Sainz, quien reconoce: "Aún no he conseguido olvidar el amontonamiento de cuerpos sin vida en la parte anterior del primer vagón".

Félix María, vecino de la avenida de Ciudad de Barcelona, narra las primeras horas de aquella mañana: "Pedimos a gritos a los vecinos de Téllez que nos tirasen por la ventana mantas, para poder sacar a los heridos del amasijo de hierros donde se hallaban. Podía explotar otra bomba". Una vez fuera del tren, un obstáculo casi insalvable: el pretil. "Resultaba imposible bajar a tantos heridos graves por aquel tapial".

Javier, operario de la empresa Portillo, que faenaba con su máquina en el perímetro del cercano polideportivo Daoiz y Velarde, realizó con su excavadora un milagro: "Improvisó una rampa con escombro suelto que había por allí", cuenta Enrique, empleado del centro municipal. Poco antes, con su compañero Fernando, habían franqueado las puertas del recinto deportivo, a punto de ser inaugurado. Félix María apunta: "Con la rampa de Javier y la entrada franca al polideportivo cubierto, ya teníamos cobijo para los heridos". Comenzó entonces el traslado a pulso de decenas de personas, muchas mutiladas, tarea en la que destacó una pareja de policías municipales.

Existía el riesgo de que los heridos rodasen desde las mantas al fondo de las piscinas, llenas de agua. "A los más graves los colocábamos en fila en el suelo", explica Enrique. "Pedimos a los menos graves que apoyaran su espalda en la pared, para dejar sitio sobre el suelo a los más graves", dice Félix María. Y añade con mucha congoja: "El primero que cedió su sitio a los demás era un hombre fornido, de elevada estatura y elegantemente vestido, al que la explosión, sin él saberlo, le había devastado el rostro, lleno de restos del revestimiento plástico de los vagones". "Me gustaría saber", dice mientras reprime un sollozo, "el nombre de aquel hombre solidario que, para mí, expresa la entereza y la generosidad de las víctimas".

Para recordarlas, familiares, vecinos y ediles -también la ministra de Sanidad, Elena Salgado, vecina del barrio- acudieron a primera hora a las vías de la calle de Téllez.

Información elaborada por Manuel Cuéllar, Vera Gutiérrez Calvo, Francisco Javier Barroso y Rafael Fraguas.

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