Crítica:

No apto para mojigatos

Parece empeñado Bill Condon, el director de Dioses y monstruos, en trazar retratos biográficos de personajes que, con sus peripecias, iluminan aspectos poco conocidos o visitados por las crónicas. Y si allí el objeto de su interés era un crepuscular James Whale, el misterioso director de cine, aquí se trata de otro precursor, Alfred Kinsey, el biólogo y sexólogo a quien tal vez eclipsaron públicamente, en los años sesenta, las obras de divulgación de Masters y Johnson.

Con un método de trabajo brillante, que ilumina la vida del personaje por los mismos caminos -los cuestionarios ...

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Parece empeñado Bill Condon, el director de Dioses y monstruos, en trazar retratos biográficos de personajes que, con sus peripecias, iluminan aspectos poco conocidos o visitados por las crónicas. Y si allí el objeto de su interés era un crepuscular James Whale, el misterioso director de cine, aquí se trata de otro precursor, Alfred Kinsey, el biólogo y sexólogo a quien tal vez eclipsaron públicamente, en los años sesenta, las obras de divulgación de Masters y Johnson.

Con un método de trabajo brillante, que ilumina la vida del personaje por los mismos caminos -los cuestionarios científicos- que Kinsey perfeccionó con sus discípulos, Condon se adentra en los vericuetos de la vida de un hombre que, más que un liberal (que también lo era), era un ser honesto. Un científico que se hacía las preguntas pertinentes e intentaba responderlas con honestidad, incluso contra sus más íntimas convicciones.

KINSEY

Dirección: Bill Condon. Intérpretes: Liam Neeson, Laura Linney, Chris O'Donnell, Peter Sarsgaard, Timothy Hutton, Oliver Platt, John Lightgow. Género: drama biográfico. EE UU, 2004. Duración: 118 minutos.

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De esa manera, el filme desarrolla la vida de un tranquilo biólogo de una universidad periférica que un día, en 1938, comienza a dictar cursos de sexología desde un nuevo enfoque, rigurosamente científico y alejado de la moralina imperante. Su biografía discurre por el peligroso filo de su vida pública y de su vida privada -la relación que mantuvo con su liberal esposa, Clara McMillan-, y por el impacto que causaron La conducta sexual del hombre (1948) y La conducta sexual de la mujer (1953).

Y del filme emerge un retrato cargado de humanidad, un poco demasiado heroico, aunque no tanto como para dar del personaje un perfil beatífico. Un Kinsey con problemas con su padre, un ingeniero y predicador tan obtuso como enfermizamente religioso, dispuesto a aceptar relaciones homosexuales sólo para dar rienda suelta a un instinto puntual pero poderoso y enfrentado a los lugares comunes de su tiempo. El filme se ve perfectamente bien de principio a fin y es un retrato acerado e inteligente de unos EE UU liberales y abiertos.

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