Columna

Condenados

Hace tres días, la alcaldesa de Córdoba, Rosa Aguilar, hizo una rotunda declaración de intenciones contra los hombres que pegan, intentan matar e incluso matan a las mujeres con quienes conviven: "No vamos a albergar en esta Casa, ni en el ámbito de lo público municipal, a ningún maltratador que esté condenado por sentencia firme". Parecen palabras sensatas, prácticas, ejemplares, y cualquiera las repetiría en su casa (la casa a la que se refiere la alcaldesa es el Ayuntamiento). Son razonables y, además, responden a la emoción, a la indignación contra la crueldad, a la lealtad debida a las ví...

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Hace tres días, la alcaldesa de Córdoba, Rosa Aguilar, hizo una rotunda declaración de intenciones contra los hombres que pegan, intentan matar e incluso matan a las mujeres con quienes conviven: "No vamos a albergar en esta Casa, ni en el ámbito de lo público municipal, a ningún maltratador que esté condenado por sentencia firme". Parecen palabras sensatas, prácticas, ejemplares, y cualquiera las repetiría en su casa (la casa a la que se refiere la alcaldesa es el Ayuntamiento). Son razonables y, además, responden a la emoción, a la indignación contra la crueldad, a la lealtad debida a las víctimas.

Las intenciones de la alcaldesa se incluyen en un plan favorable a la igualdad entre hombre y mujeres. Tradicionalmente las mujeres han desempeñado oficios no pagados, o peor pagados y más desagradables. Han vivido en situación de sometimiento, y el sometimiento es una fuente natural de maldad en los sometedores. Las palabras de la alcaldesa quieren decir que el Ayuntamiento de Córdoba no piensa contratar jamás a un condenado por torturar a mujeres, ni colaborar con empresarios condenados, y quizá, digo yo, prevea controlar a los empleados de las empresas que colaboren con el Ayuntamiento. La intención es buena: rechazar absolutamente a los torturadores familiares.

Pero es probable que la iniciativa tenga consecuencias no buscadas, seguramente no pensadas por sus promotores. Supongamos que el ejemplo del Ayuntamiento de Córdoba es imitado por otros ayuntamientos, por otros organismos públicos, por todos los organismos de España, por los ciudadanos en general. Nadie dará trabajo al condenado, ni siquiera en la cárcel, en una de esas labores propias de presos. Luego, cumplida la condena, en la calle, el condenado seguirá pagando viejas culpas. Se lo tiene merecido, claro, me dirá algún partidario del castigo perpetuo. Así se les irán de la mente las malas intenciones a los criminales en potencia. A esto se llama disuasión.

La persecución de las palizas y homicidios hogareños merece un énfasis nuevo después de años de comprensión policial, judicial, eclesial, vecinal, e incluso familiar, para con los delincuentes. Ahora, a los condenados en firme por este tipo de delitos, Aguilar se propone condenarlos, además, a no trabajar. Para que, en su búsqueda de medios de vida, no opten por la profesión de salteadores callejeros, me figuro que su Ayuntamiento les ofrecerá después de la cárcel centros de internamiento indefinido. En su lucha por la ley y el orden, el primer objetivo del Ayuntamiento de Córdoba es obvio: burlar la ley vigente. Aguilar y sus concejales son un caso de doble conciencia: comparten los valores de la Constitución, pero deben de considerarlos un ideal incompatible con la vida práctica. ¿Educar a los presos? ¿Adaptarlos a la vida honrada, normal? ¿Ayudarlos a encontrar trabajo después de la cárcel? Que trabajen, si acaso, en la cárcel, un derecho que les reconoce la Constitución. Cuando el preso cumpla y salga a la calle, que no busque trabajo en nada relacionado con el Ayuntamiento de Córdoba, y, si el ejemplo cunde, en ningún sitio.

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