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Ninguna vida breve

DE PRONTO sorprendí en el librero tres breves tomos que de golpe me parecieron tener algo en común, esto es, su brevedad aparte. Cuatro dublineses, de Richard Ellman; Oscar Wilde, de André Gide, y Stendhal, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. El primero se refiere también a Wilde, además de a Yeats, Joyce y Beckett, y ninguno de los tres libros intenta ser la brief life de su aparente biografiado.

Ellman, biógrafo destacado, conoce a sus cuatro sujetos por el derecho y el revés, y lo que opta por hacer con ellos es una síntesis crítica de la totalidad de su obra...

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DE PRONTO sorprendí en el librero tres breves tomos que de golpe me parecieron tener algo en común, esto es, su brevedad aparte. Cuatro dublineses, de Richard Ellman; Oscar Wilde, de André Gide, y Stendhal, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. El primero se refiere también a Wilde, además de a Yeats, Joyce y Beckett, y ninguno de los tres libros intenta ser la brief life de su aparente biografiado.

Ellman, biógrafo destacado, conoce a sus cuatro sujetos por el derecho y el revés, y lo que opta por hacer con ellos es una síntesis crítica de la totalidad de su obra con las vidas de telón de fondo. Me gustó especialmente su Joyce; no en vano en otro lugar le dedica una biografía verdadera. Apunta las coincidencias y las divergencias de los cuatro, su relación más bien de roce que de amistad. Un dato me interesó de modo particular, y es que Beckett, al decidirse a escribir en francés, pretendía que de esta forma se diluyera la influencia que tenía de Joyce. Lo logra, porque para mí, lectora de ambos, no se parecen en nada, y el que pierde de los dos es Beckett, precisamente por su anhelo de retratar la nada, finalidad muy distante de las de Joyce quien, a la vez que se ocupa de la vida diaria a un grado más que admirable, se da el lujo de ocuparse del sueño, ese estado en el que vivimos un tercio de nuestra vida y que se parece tanto a la locura, al tiempo sin tiempo, a la coherencia que le es exclusiva y que la vigilia hace a un lado al establecer que la noche con su durmiente viven todo menos coherentemente. Bueno, me emocionó el Wilde en formación; me desconcertaron las teorías de Yeats, por fortuna invisibles en su poesía.

De ahí pasé al Wilde de Gide. A Gide lo he detestado y lo he perdonado, aquí y allá, y aunque en este brevísimo tomo no tenga en mente sino recoger el cúmulo de sus encuentros con Wilde, extrañé que no hiciera mención a la oportunidad en que cambió de acera para no cruzarse con su viejo amigo, ahora en desgracia; y detesté que se enorgulleciera de considerarlo mal escritor, envuelto esto en afecto y comprensión. No debo juzgar a André Gide, que no tuvo como finalidad sino registrar lo más fehacientemente posible sus encuentros con Oscar Wilde; no quiso hacer crítica ni quiso hacer biografía; se limitó a unas memorias, por llamarlas de algún modo, seleccionadas, ya que llamarlas selectas conllevaría un aire de admiración que André Gide no quiso dejar ver que sintiera hacia Oscar Wilde. Al leer las solapas, vuelve a asombrarme que Gide hubiera obtenido el Premio Nobel de Literatura, un hombre tan reprimido como él, pero será que me lo parece porque no he leído sus Monederos falsos, su libro más conocido, sino apenas buenos trozos de sus Diarios en los que no se dejar ir.

Salté al Stendhal de Lampedusa. Para ser sincera, fuera de que la película El gatopardo, de Visconti, esté basada en una obra suya, creo que inacabada y en todo caso inédita en vida del autor, yo no sabía gran cosa de este escritor italiano, con un nombre tan pomposo como el suyo: Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Y de la lectura de su pequeño libro crítico sobre Stendhal llegué a la conclusión de que Stendhal, en cuyo museo estuve, en Grenoble, es grande por dos libros: Rojo y negro y La cartuja de Parma, por más que Lampedusa no sólo no quiera dejar fuera la Vida de Henry Brulard sino que la destaque como una autobiografía imprescindible para todo lector. La suya sí es una obra crítica, de conocedor y amante de la obra de su sujeto, y no esconde lo que le disgusta de Stendhal, lo razona y es convincente.

Una vez terminada mi lectura de estos tres tomitos los volví a acomodar en el hueco del librero del que los había tomado, y debo declarar que me sentí enriquecida aun cuando me hubiera a la vez quedado con hambre de más. ¿Y no leo para saber qué y cómo escribir? No deja de ser inquietante que al preguntarme sobre quién o sobre quiénes podría yo trabajar con semejante conocimiento de causa como el de Ellman, Lampedusa y aun Gide, tenga que sentarme a pensarlo. Crítico y biográfico; crítico y memorialista. Elegir, pasar juicios, para que llegue un lector al que tiente de elegirme y a su vez juzgarme. Pero, por otro lado, pienso, ¿leer y quedarme callada? Y oigo a un yo valiente que me contesta: "¡Jamás!".

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