Columna

Frío

¿Cuántas formas existen de anudarse al cuello una bufanda? He aquí una de las amenidades callejeras que ha deparado la intensa ola de frío. Otras tienen sin duda más calado. En el abrigado deambular de los ciudadanos poco acostumbrados a inclemencias tan severas se instala en seguida una resignación atávica ante el aliento helado del tiempo y sus caprichos. Temperaturas bajo cero, nieve y hielo donde no suelen verse, carreteras cortadas, paisajes congelados..., los rigores, en fin, del invierno continental bombean la memoria del pasado. Hace veinte años que no se alcanzaban mínimas tan bajas. ...

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¿Cuántas formas existen de anudarse al cuello una bufanda? He aquí una de las amenidades callejeras que ha deparado la intensa ola de frío. Otras tienen sin duda más calado. En el abrigado deambular de los ciudadanos poco acostumbrados a inclemencias tan severas se instala en seguida una resignación atávica ante el aliento helado del tiempo y sus caprichos. Temperaturas bajo cero, nieve y hielo donde no suelen verse, carreteras cortadas, paisajes congelados..., los rigores, en fin, del invierno continental bombean la memoria del pasado. Hace veinte años que no se alcanzaban mínimas tan bajas. ¡Hace tanto tiempo que había quedado el frío guardado en los desvanes del olvido! No un frío cualquiera, sino el frío absoluto, indiscutible, que generaciones y generaciones soportaron, aun en latitudes benignas como las nuestras, antes del éxodo masivo hacia las ciudades. Quizás hacen falta estos ataques de furia del clima de vez en cuando para que recordemos, como afirmaba Josep Pla, que "llevamos el frío dentro del cuerpo desde siglos y siglos", para que recordemos las penalidades de aquella vida curtida en la dureza de la intemperie de la que somos descendientes. La tradición ancestral de la especie y la llamada instintiva de la calidez del hogar se revalorizan con el viento polar o siberiano que atraviesa Europa de parte a parte y centra el espectáculo informativo. Poco se imaginaban Galileo y Torricelli, cuando inventaron en el siglo XVII el termómetro y el barómetro, que además de demoler el prestigio de los adivinos y los hechiceros, de los campesinos y los marineros, abrían la puerta a una nueva ciencia, la meteorología, o la física del aire, en terminología más precisa, destinada al consumo audiovisual masivo. Pronósticos, avisos y advertencias basados en sofisticados fundamentos tecnológicos configuran un sistema experto de defensa frente a la inmensidad de una naturaleza hostil, en un alarde de comunicación cuyo destino es constatar puntualmente que la civilización, a gran escala, es poco más que un foco cotidiano de calor en el frío glacial del universo.

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