Columna

Libertad provisional

Vivía en libertad provisional. Estaba a punto de empezar el verano de 1962 y acababa de llegar a Almuñécar con su amigo, el director de cine Antxon Ezeiza. Allí se iba a rodar una película, una de las primeras que filmaría Ezeiza y que produciría Elías Querejeta. Como ayudante de dirección y coguionista intervendría un jovencísimo Víctor Erice. Allí, frente a la Alpujarra granadina, en plena pax franquista, estaba él, un médico-psiquiatra metido en el partido socialista y en la literatura, es decir, metido allí donde no le llamaban. Y por eso, por cierto, estaba en libertad provisional mientra...

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Vivía en libertad provisional. Estaba a punto de empezar el verano de 1962 y acababa de llegar a Almuñécar con su amigo, el director de cine Antxon Ezeiza. Allí se iba a rodar una película, una de las primeras que filmaría Ezeiza y que produciría Elías Querejeta. Como ayudante de dirección y coguionista intervendría un jovencísimo Víctor Erice. Allí, frente a la Alpujarra granadina, en plena pax franquista, estaba él, un médico-psiquiatra metido en el partido socialista y en la literatura, es decir, metido allí donde no le llamaban. Y por eso, por cierto, estaba en libertad provisional mientras Ezeiza lo preparaba todo para gritar ¡acción! y empezar a filmar esa película que se iba a titular El último verano y acabaría titulándose, por fin, El último otoño.

¿Qué hacía uno de los psiquiatras jóvenes más prometedores de España asistiendo al rodaje de una película en Almuñécar aquel año de gracia de 1962? Puede que resguardarse del ambiente, quizás entretenerse (provisionalmente) tras una temporada de desgracias. Acababa de ser detenido por segunda vez a causa de sus actividades políticas. Un año antes, su novela Tiempo de silencio había sido finalista del Premio Pío Baroja de la ciudad de San Sebastián (que era también la suya). Un galardón curioso, parecido a un castigo, porque el primer premio del concurso se declaró desierto. Aquel jurado protagonizó una de las mayores muestras de inopia literaria de la historia de la literatura en español. La novela más importante e influyente de la segunda mitad del siglo XX no tenía la necesaria calidad para aspirar a un premio provincial. La novela en la que, por primera vez en la esclerotizada narrativa de la época, se asumían los legados de Joyce, Kafka, Faulkner y Proust, no tenía la altura suficiente para que los jurados del premio Pío Baroja la considerasen digna del primer premio, en fin.

Lo que hizo aquellos días (de cine de verdad) en Almuñécar Luis Martín-Santos fue mirar, mirar con su ojo clínico y poético, tomar nota y después escribir un espléndido texto, propiamente un relato, titulado Condenada belleza del mundo. Gracias a Pepa Rezola y a Mario Camus hoy podemos leer el resultado de aquellos días compartidos con la tropa de Ezeiza frente a la Alpujarra granadina. Un relato breve, condenadamente bello, como lo es la prosa inteligente, poderosa de Luis Martín-Santos a lo largo de toda su corta obra, con ese objetivismo que, en el fondo, es un disfraz de la ironía que todo lo envuelve. El libro lo termina de editar Seix-Barral con un prólogo del hijo del autor. Seguramente no será un best-seller, pero cualquiera de sus párrafos vale más (y también cuenta más) que todos esos códigos davincis que atestan los estantes de las librerías. Aquel verano con Antxon Ezeiza nos dejó este relato. Poco después, un verano después, moriría Martín-Santos, aún en libertad provisional.

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