Crítica:

La hora del crepúsculo

Las palabras, la noche, de Francesco Biamonti (1923-2001), tuvo una magnífica acogida en Italia en 1998, y está considerada la mejor novela de su autor, de quien sólo la editorial catalana Proa había publicado un libro anterior en España. Es una novela de las llamadas de estilo, en la que toda la potencia de la prosa está puesta al servicio de la recreación de una atmósfera física y moral muy precisa, y en la que la trama, tan desdibujada como inconclusa, apenas cuenta ni casi existe. Hay una niña inmigrante desaparecida, probablemente asesinada o vendida a las mafias de la prostitución...

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Las palabras, la noche, de Francesco Biamonti (1923-2001), tuvo una magnífica acogida en Italia en 1998, y está considerada la mejor novela de su autor, de quien sólo la editorial catalana Proa había publicado un libro anterior en España. Es una novela de las llamadas de estilo, en la que toda la potencia de la prosa está puesta al servicio de la recreación de una atmósfera física y moral muy precisa, y en la que la trama, tan desdibujada como inconclusa, apenas cuenta ni casi existe. Hay una niña inmigrante desaparecida, probablemente asesinada o vendida a las mafias de la prostitución por traficantes de personas, y su evocación recorre a contraluz varias páginas del libro, pero su destino final queda sin desentrañar. Hay una historia de amor entre Bernardo, el personaje principal, y una tal Véronique, que al parecer tiene la piel blanquísima, pero cómo termina ese amor es cosa que no se sabe, tan sólo que termina.

LAS PALABRAS, LA NOCHE

Francesco Biamonti

Traducción de César Palma

Akal. Madrid, 2004

223 páginas. 12,50 euros

Hay un anciano veterano francés de la II Guerra Mundial que busca reencontrarse con su pasado, pero no se explica en qué consistió éste ni por qué trata de reencontrarse con él a la hora de la muerte. Hay fugitivos que llevan su vida escondidos en el monte tras cometer crímenes que nadie recuerda, pero nada se menciona de los motivos que los alentaron. Desconocemos, en suma, de dónde proceden los personajes, su profesión y hasta cuál es la relación que los une. Lo único que sabemos es que se ven en las calles y los bares de un grupo de pueblos costeros de la región de Liguria, en los Alpes Marítimos italianos, muy cerca de la frontera con Francia. Se encuentran por azar, o se reúnen premeditadamente, y hablan del paisaje o de sucesos cotidianos en los que siempre late el contraste entre una civilización ya extinguida, de la que sólo quedan vestigios, y el empuje demoledor de un incierto porvenir del que sólo se percibe la violencia que genera.

La violencia contra el hom-

bre, ejemplificada en el constante rumor del desfile de emigrantes recién desembarcados que tratan de cruzar la frontera con Francia, y la violencia contra el entorno, que se plasma en la destrucción del litoral a manos de la desaforada especulación inmobiliaria. La violencia, insinúa Biamonti, es el signo de los tiempos, de todos los tiempos. Siempre la ha habido y siempre la habrá. Lo que varía es la forma que en cada época adopta. Por eso, los personajes de Las palabras, la noche dicen frases como éstas: "Yo creo que solamente la quietud de los pueblos nos defiende de los delirios", "da lo mismo estar en un sitio u otro. Vivimos en un mundo edificado entre ruinas y crímenes"; y por eso se demoran en lo inanimado, en lo único en principio destinado a permanecer: en los olores, en los sabores o en los distintos matices cromáticos provocados por la luz en la vegetación, el barro o los muros encalados de las casas. Biamonti contrapone la naturaleza al hombre y sus obras, y parece añorar un tiempo, a lo mejor nunca sucedido y sólo mítico, en el que esa oposición no era tan acentuada o en el que, por lo menos, a los hombres no les era dado contemplar de forma tan consciente el vértigo de los cambios. Novela nocturna, o mejor, de anochecida, Las palabras, la noche no defrauda porque cumple el propósito que, se intuye, perseguía su autor. Otra cosa es que la apuesta, tan dependiente del poder hipnótico de la palabra, sea del gusto de quien busca en una novela algo más que dar satisfacción al fatigoso reto de descodificar metáforas, bellamente labradas es cierto, pero demasiado unánimes en su objetivo de señalar una vez más el abismo.

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