Columna

Woody

Woody Allen debe estar que no se lo cree. Él mismo ha querido dejar claro muchas veces que no es más que un aficionado aventajado del clarinete. Seguro que sabe íntimamente que el hecho de llenar estadios en Europa y de que haya gente capaz de pagar sesenta euros por verlo (de lejos) tiene más que ver con el hecho de ser Woody Allen que con sus artes musicales, porque si bien es cierto que las viejas canciones que interpreta son maravillosas, también lo es que en Manhattan el público no guarda ese silencio religioso que se guarda en Europa cuando él toca, y no por desprecio, sino porque allí d...

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Woody Allen debe estar que no se lo cree. Él mismo ha querido dejar claro muchas veces que no es más que un aficionado aventajado del clarinete. Seguro que sabe íntimamente que el hecho de llenar estadios en Europa y de que haya gente capaz de pagar sesenta euros por verlo (de lejos) tiene más que ver con el hecho de ser Woody Allen que con sus artes musicales, porque si bien es cierto que las viejas canciones que interpreta son maravillosas, también lo es que en Manhattan el público no guarda ese silencio religioso que se guarda en Europa cuando él toca, y no por desprecio, sino porque allí das una patada y salen veinte músicos de jazz. Él, que siente adoración por aquel genio que fue Thelonious Monk, tiene que ser consciente de la desproporción. En Manhattan toca en un pequeño club, lleno a menudo de turistas europeos que quieren ver al ídolo cerca, pero a dos manzanas de ese bar hay otro y otro donde cantan las mejores voces, y donde aún resuenan los ecos de las melodías que tocaron Duke Ellington o Armstrong. La forma de escuchar el jazz cambia de un continente a otro. En Europa, fue convertido en música de culto por los entendidos; allí, ha formado parte de la vida cotidiana. Eran las canciones de la radio que escuchaba Allen de pequeño. Lo que hace él lo hacen cientos de músicos de jazz en Nueva Orleans, tocando mientras oyen de fondo los cubiertos de la gente comiendo y el rumor de las conversaciones. Los chicos negros hacen percusión en la calle todos los días con barriles y cacerolas y es tan alucinante verlos sacar música de los objetos más prosaicos que uno se detiene hipnotizado los dos primeros meses, luego ni te fijas, y a veces incluso sientes la molestia del ruido. Es difícil saber qué le ha dado más al jazz, si la reverencia religiosa de la afición europea o la cotidianidad de los americanos. Pero casi podría asegurar que Woody Allen no sale de su asombro. Él, que sabe tanto de las vidas trabajosas y duras de los grandes músicos, debe disfrutar como un niño al ver que su clarinete convoca a tanta gente. ¿Qué sería de su grupo si no fuera porque Allen aparece en el centro del escenario? Probablemente sus músicos nunca habrían salido de Manhattan.

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