Crítica:

El asesino era Borges

Es recurso habitual en las tesis sobre Borges comentar el carácter no comentable, no analizable de su motivo. Interpretar sus relatos supone añadir una página más, y no perfecta, al bosque de su bibliografía. Pero la escritura hispánica, que no puede medirse con él poéticamente, que no puede reproducirlo o imitarlo, prefiere reducirlo por interpretación y redundar, desde la estilística pura hasta las teorías de la recepción, en tentativas que comienzan excusándose con el habitual "no es posible" del exordio.

Desde luego, no resulta fácil ese ejercicio de análisis, a través del cual el a...

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Es recurso habitual en las tesis sobre Borges comentar el carácter no comentable, no analizable de su motivo. Interpretar sus relatos supone añadir una página más, y no perfecta, al bosque de su bibliografía. Pero la escritura hispánica, que no puede medirse con él poéticamente, que no puede reproducirlo o imitarlo, prefiere reducirlo por interpretación y redundar, desde la estilística pura hasta las teorías de la recepción, en tentativas que comienzan excusándose con el habitual "no es posible" del exordio.

Desde luego, no resulta fácil ese ejercicio de análisis, a través del cual el autor absoluto de la literatura contemporánea, él mismo sembrador de dilema y discusión, se transforma en objeto conjetural e hipotético, un nuevo zohar de la cábala semiótica o deconstructiva. Pocos salen tan bien librados de la prueba como El factor Borges del narrador tenaz e inteligentísimo Alan Pauls, que traza "el más difícil todavía" de redactarlo cuando el canon configurado por un Borges central, "un Borges epifenoménico", empieza a cambiar y a contestarse con otros nombres, desde otros márgenes.

EL FACTOR BORGES

Alan Pauls

Anagrama. Barcelona, 2004

155 páginas. 13,50 euros

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Merced a la tarea desestabilizadora que protagonizó su generación, Pauls es consciente de que, en la nómina oscarizable de lo respetado argentino, los escritores cohabitan y, al lado de Borges, se colocan hoy producciones y escrituras bastardas -de Arlt a Puig, pasando por Macedonio, Copi o Lamborghini- que no se le someten, en una postulación convivencial del canon que termina por anularlo. Con ello, Pauls quiere partir de una disposición no particularmente irrespetuosa, pero tampoco oficial ni consagratoria, para un ensayo que tiene algo de montaje y mucho de pesquisa policial. Si la imposibilidad de aislar una idiosincrasia borgiana es algo que el consciente Pauls reconoce con un mea culpa ya genérico, no deja de pretenderlo no obstante y por lealtad a la enseñanza de su objeto. También es borgiano y también tópico sostener la similitud entre la indagación sobre el lenguaje, la investigación historiográfica en un hecho o la reconstrucción en comisaría de un asesinato. Buscar el sentido de un libro y reflexionar sobre un hombre requieren iguales protocolos: la mejor filología no debe envidiarle nada a la criminalística más minuciosa.

De este modo, lo que hace Pauls es arrancar la mecánica del asunto, ayudándose de un estructurado y capaz artefacto, que trabaja como maquinaria pensante con su engranaje, sus piezas adiestradas y sus sistemáticas operaciones de acoso y derribo. El dato que lo pone en funcionamiento suele ser un detalle colateral que la maquinaria eleva al rango de esencial. La tartamudez de Borges que, con su ceguera, le arrojarán a una conducta más oral que propiamente letrada; la coquetería de mentir en su fecha de nacimiento, quitándose un año para pertenecer a la modernidad del XX con la vehemencia con que luego se resigna al anacronismo; el pudor y la vergüenza en tanto reguladores de escamoteadas relaciones sociales, administradoras prudentes de un prudente sentido nacional; la pasión modesta por el anonimato, forma segura de irresponsabilidad y clasicismo; su condición confesa de "semiinstruido", con sus conocimientos de enciclopedia elevados a la condición de modelo, no tanto de significados como de instrucciones y de criterios; el acervo básico de divulgación y síntesis con que consigue engañarnos: si Borges usa sospechosamente sus materiales, Pauls lo emplea aún más extrañamente a él para demostrar de nuevo, con su concurso, la "radical inestabilidad que afecta toda relación de propiedad con el saber y la cultura".

Ese uso de lo mínimo, del ras

go escaso pero fundante, esa manipulación del dato "subcultural" se obtiene sólo desde una concepción abierta del género ensayo, escritura que en las manos de Pauls carece de solemnidad y de disciplina, una arquitectura ligera y móvil que no jerarquiza ni privilegia, que sólo pone a circular democráticamente ideas, sin rigores, sin exhaustividad y, sobre todo, sin complejos: un pensamiento, por tanto, que divaga y lo hace con plena conciencia de su deriva. Así, por ejemplo, de la inclinación tristísima del Borges miope sobre la letra chica de un manual, Pauls puede extraer todo un principio de definición, una completa relación de fuerzas, de acuerdo con una concepción amplia de la interpretación que busca el ademán, la manera y el cuerpo en cuanto lugar de formas de la vida, punto de sutura entre la existencia con sus peculiaridades y la generalización que de ellas extrajo la obra literaria. En el gesto, en el detalle físico, Pauls encuentra el correlato externo, la pista o el "factor" donde interseccionan esas dualidades borgianas, su intimismo exhibicionista, lo privado y lo teatral de un Borges elitista que alcanza una popularidad masiva y sabe arreglárselas bastante bien con ella. Al leer el libro de Pauls no se consigue perder, sin embargo, la asfixiante impresión de que quizá los instrumentos oportunos para el estudio de lo borgiano ya habían sido previstos y provistos por el propio objeto. De esa manera claustrofóbica e inclusiva, Borges sigue siendo un "imposible interpretativo" y ni tan siquiera la risa epistémica, la carcajada y la desfachatez que Pauls nos aconseja dirigirle, dejaría en puridad de pertenecerle: reiremos de Borges, como pide el crítico, olvidando o repitiendo una consigna borgiana, un manejo desestabilizador, idiotizante e iconoclasta del mundo, de sus verdades absolutas y de sus hipostasiados hechos, que no parece sino la última y mejor aprendida lección del maestro.

Jorge Luis Borges (1899-1986) compartió en 1979 el Premio Cervantes con Gerardo Diego (al fondo).

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