Columna

Nata fresca

En el Madrid de aquella España de los cincuenta (charanga y pandereta, estaciones de tren siempre sospechosas de exilio, pantanos agotados de esclavitud presidiaria) resistía un grupo de intelectuales, poetas, escritores, artistas: la "generación o grupo del 50". Crecieron en el Madrid rendido o vinieron tratando de rendirse menos que en la profundidad de las provincias o pasaban por aquí para apoyo e inspiración de esa clase de resistentes cotidianos. Pues, aparte de la ideológica, política, que se rastrea en sus obras, en el Madrid de entonces se ejercía una resistencia intelectual cotidiana...

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En el Madrid de aquella España de los cincuenta (charanga y pandereta, estaciones de tren siempre sospechosas de exilio, pantanos agotados de esclavitud presidiaria) resistía un grupo de intelectuales, poetas, escritores, artistas: la "generación o grupo del 50". Crecieron en el Madrid rendido o vinieron tratando de rendirse menos que en la profundidad de las provincias o pasaban por aquí para apoyo e inspiración de esa clase de resistentes cotidianos. Pues, aparte de la ideológica, política, que se rastrea en sus obras, en el Madrid de entonces se ejercía una resistencia intelectual cotidiana, social, que consistía no sólo en colar una palabra a los censores, sino en relacionarse entre sí o en establecer vínculos externos a través de los viajes difíciles y los amigos extranjeros, o en esponjarse de alcohol hasta que aquella oscuridad alrededor deviniera en abisal y al menos se poblara de raras criaturas con luz propia.

Naturalmente, en esa España de velo y sotana en la que la mera libertad de movimiento de las mujeres estaba sometida a la autorización del padre o del esposo, la crema de la intelectualidad estaba cuajada de hombres. Las mujeres, sencillamente, no existían, no interesaban, no decidían, eran menores; en el peor de los casos, frescas que acompañaban las correrías noctámbulas de los vividores, los bebedores, los peligrosos, los pensadores. Acaso universitarias, artistas, creadoras, pero frescas, pues las mujeres decentes (rancias) no andaban por ahí de noche, alternando y opinando. Por fortuna, y aunque sigue el machismo vergonzante y asesino, las frescas ya podemos plantar la cara al sol cuando nos plazca, incluso en las noches sin luna.

Hace unos días, la historiadora del arte Natacha Seseña presentó en la librería Rafael Alberti su primer libro de poemas, Falso curandero (Ellago Ediciones). Natacha Seseña perteneció a aquel grupo madrileño del 50: sus compañeros de generación, viaje y juerga fueron Juan Benet, García Hortelano, Gil de Biedma, Valente, Claudio Rodríguez, Barral o Ángel González, que prologa el libro. Lo estimulante es que esta mujer, que pertenece a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y a la Academia Internacional de Cerámica de Ginebra, que ha sido comisaria de importantes exposiciones y nos resucitó a Esteban Vicente o Remedios Varo, y es autora, entre otros, de La vida cotidiana en tiempos de Goya (Lunwerg, 1996) o el muy reciente Goya y las mujeres (Taurus, 2004), se decida, septuagenaria, a publicar sus versos. ¿Por qué no lo hizo antes? Entre todos aquellos grandes hombres de los cincuenta, la crema de la intelectualidad, Natacha Seseña era, así la llamaban, la Nata. ¿Ellos eran la leche, y ella, la Nata? Así se ha escrito la historia, bien lo sabe Natacha, la antropóloga, la oculta. A esa oculta ("delgada de claridades") evocaron Vicente Molina Foix y Fanny Rubio en la presentación de Falso curandero, pleno de arcángeles y ángeles, los caídos también. Ella evocó a la inquieta universitaria: "Quienes tengan inquietudes intelectuales, vayan al aula 37", era la llamada a los rebeldes, a los hartos, a los del pie fuera del tiesto; la Nata iba a esa aula, claro ("que me marcó un destino de mirar, / de hostigar, / y nunca sucumbir"). Y la lectura del libro evoca a la enamorada, la que sabe que "el amor es un jardín con tapias (...) y tú, amado ser, una quimera inalcanzable", pero sabe también, silvestre, apasionada, culta, que, de hallarse, se encuentra "en los boscos del Prado".

Después me fui con ella (del brazo por la calle de Ferraz, Natacha taconeaba sin edad con un garbo insolente que cuestionaba el paso de mis suelas planas) a tomar algo al Hispano, ese bar con movimiento de Titanic a la deriva, para nutrirme de su memoria heterodoxa y su discurso moderno, para seguir el hilo de plata de las mujeres libres y recoger con respeto su herencia: se la debemos. Mientras hablaba de los cátaros y los místicos y los evangelios apócrifos, mientras describía cuadros o desgranaba, con humor de incorregible luchadora ("me irritan los mansos, / los bien pensantes"), las noches de antaño, Natacha brillaba, inteligente, conversadora, incombustible, fresca, y yo me sentía orgullosa de ser mujer en esa estela veterana y de nutrirme de esos pechos libérrimos como, de niña, me nutría mi abuela, la maestra republicana, la silenciada, la rendida de la Institución Libre de Enseñanza, con merienda leonesa: pan de hogaza con nata. Nata fresca.

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