Editorial:

Tiempos largos

Que una promesa aún no se haya concretado después de casi 16 años es como para cuestionar la sinceridad de quienes la apalabraron. Por eso resulta comprensible que el presidente del Congreso, Manuel Marín, confiese estar preocupado ante el retraso que acumula la prometida y discutida reforma del Reglamento parlamentario. Y también, que en su deseo de hacer más ágil y transparente una institución cada vez más burocratizada -y más desprestigiada ante la ciudadanía-, pretenda él mismo echar el resto y tomar la iniciativa recurriendo a la comisión encargada al respecto.

El PSOE hizo de la r...

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Que una promesa aún no se haya concretado después de casi 16 años es como para cuestionar la sinceridad de quienes la apalabraron. Por eso resulta comprensible que el presidente del Congreso, Manuel Marín, confiese estar preocupado ante el retraso que acumula la prometida y discutida reforma del Reglamento parlamentario. Y también, que en su deseo de hacer más ágil y transparente una institución cada vez más burocratizada -y más desprestigiada ante la ciudadanía-, pretenda él mismo echar el resto y tomar la iniciativa recurriendo a la comisión encargada al respecto.

El PSOE hizo de la reforma interna del Congreso una de sus prioridades si llegaba al poder. Y al poco de ser nombrado, Marín la convirtió en una especie de cruzada personal y vaticinó que el nuevo Reglamento podría estar listo el próximo febrero, antes del referéndum sobre la Constitución europea. Tal como andan las cosas, sus previsiones son en exceso optimistas y todo presagia más retraso ante el complicado calendario que se avecina: elecciones vascas y proyecto estatutario catalán en primavera, y comicios gallegos en otoño de 2005. Su propuesta de Reglamento no constituye en sí misma una revolución respecto a las ideas manejadas durante largos años por los dos partidos mayoritarios. Entre otras cosas, traslada la cuestión de la utilización de las lenguas cooficiales al Senado, algo que, lógicamente, va a encontrar la resistencia de los nacionalistas catalanes, vascos o gallegos.

Marín señala con ironía que cuando se está en la oposición se ama al Parlamento, pero no tanto cuando se llega al Gobierno. De ahí que, por ejemplo, no agraden demasiado algunas propuestas, como el derecho a interpelaciones trimestrales al jefe del Ejecutivo, que se simplifiquen los trámites para crear comisiones de investigación o se amplíe a la víspera los plazos de preguntas al Gobierno. Sus declaraciones públicas expresando malestar por el retraso deben ser interpretadas como un intento de presionar a los grupos parlamentarios a emprender la reforma. Se le puede reprochar no haber sido más hábil con el PSOE y el PP, porque no es del presidente del Congreso de donde deben arrancar las propuestas, sino del consenso de todos los grupos parlamentarios. Pero está en su derecho de tocar la campana de alarma.

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