Análisis:

El corazón del misionero

Jamás soñó con formar parte de la selección más potente del mundo. No fantaseaba con fichar por alguno de los grandes clubes de su país ni con un traspaso al fútbol europeo. Con 30 años ya no tenía metas mayúsculas, pero Paulo Sergio de Oliveira, Serginho, se sabía respetado en Brasil. En el São Caetano, club modesto que ha logrado trepar hasta la élite del fútbol brasileño, Serginho era una auténtica bandera desde que llegó en 1999, con el equipo en Segunda. Había superado muchas dificultades para alcanzar el sueño del fútbol profesional, codiciado salvavidas para las legiones de ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Jamás soñó con formar parte de la selección más potente del mundo. No fantaseaba con fichar por alguno de los grandes clubes de su país ni con un traspaso al fútbol europeo. Con 30 años ya no tenía metas mayúsculas, pero Paulo Sergio de Oliveira, Serginho, se sabía respetado en Brasil. En el São Caetano, club modesto que ha logrado trepar hasta la élite del fútbol brasileño, Serginho era una auténtica bandera desde que llegó en 1999, con el equipo en Segunda. Había superado muchas dificultades para alcanzar el sueño del fútbol profesional, codiciado salvavidas para las legiones de meninos que malviven por todo el país. Un intermediario le sacó de su Vitoria natal, en el estado de Espíritu Santo, donde Serginho combatía las penurias familiares trabajando en una marmolería con 19 años y abocado a una existencia marginal.

Más información

Fundado en 1989, sin historia y sin jugadores conocidos, el São Caetano, ese pequeño club del cinturón industrial de São Paulo, consiguió en 2000 el ascenso a Primera y llegar hasta la final del campeonato brasileño, cayendo ante el Vasco da Gama, entonces liderado por Romario. Al año siguiente, el São Caetano también se hizo un hueco entre los grandes del continente: perdió la final de la Copa Libertadores ante el Olimpia paraguayo, y fue de nuevo subcampeón brasileño.

Se convirtió en un equipo muy querido en Brasil, por su condición de modesto que le plantaba cara a los grandes y porque su paciente y ambicioso juego de toque respondía a la más autóctona sensibilidad futbolística. Serginho integraba la columna vertebral de aquel conjunto. En lo personal, había abrazado la fe evangélica durante la convalecencia de una lesión craneal en 1998. Casado, con un hijo, e integrante de la congregación religiosa Atletas de Cristo, solía proclamar que su función era ser "un misionero en el reino de Dios a través del fútbol".

Zaguero contundente, fortísimo, buen cabeceador y prototipo de jugador sacrificado y solidario, se había ganado el respeto de todos sus colegas: A finales de 2003, tras ser nominado como uno de los mejores defensas del año, el mismísimo Romario pidió su fichaje como refuerzo para el Fluminense. El fútbol tardó en recompensar tanto esfuerzo: el pasado abril Serginho, que había fallado un penalti en la final de la Copa Libertadores, pudo al fin celebrar un título con su club: el del Campeonato Paulista: la televisión brasileña mostró su eufórica imagen dedicándole el triunfo a todos sus compañeros pasados y presentes al grito de "¡Basta de medallas de plata¡".

Los exámenes médicos ya habían detectado en su corazón alguna anomalía unos meses antes, como denunciaba ayer su antiguo entrenador Mario Sergio: "Se le había encontrado una arritmia, y probablemente había firmado una cláusula de responsabilidad para continuar en el equipo. Por la supervivencia de su familia, habría firmado cualquier cosa".

Archivado En