Crónica:LA CRÓNICA

Colmado

Si quieres un cuento realista escribe sobre un colmado. Es imposible que allí se desboque la imaginación. Dice Donner en su hiriente panfleto que lo peor de la imaginación es su origen tan borde. "Tienes sed e imaginas que bebes". Eso es todo. En el colmado no echas nada en falta. El enorme cilindro de mortadela de Bolonia, flor de cerdo. Las rocas de parmesano de tres años amenazando un alud. El café que acaba de molerse en la trastienda: su olor prueba que un colmado no deja de ser nunca un lugar ultramarino. Y los hombres, qué decir de los hombres con su bata de rayadillo y la tranquila fir...

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Si quieres un cuento realista escribe sobre un colmado. Es imposible que allí se desboque la imaginación. Dice Donner en su hiriente panfleto que lo peor de la imaginación es su origen tan borde. "Tienes sed e imaginas que bebes". Eso es todo. En el colmado no echas nada en falta. El enorme cilindro de mortadela de Bolonia, flor de cerdo. Las rocas de parmesano de tres años amenazando un alud. El café que acaba de molerse en la trastienda: su olor prueba que un colmado no deja de ser nunca un lugar ultramarino. Y los hombres, qué decir de los hombres con su bata de rayadillo y la tranquila firmeza que levanta su puerta a las nueve y la cierra a las ocho, esa certidumbre horaria que por sí misma garantiza que algo le están dando al mundo: orden, máximo alimento.

En el colmado no echas nada en falta: la mortadela, el parmesano, el café recién molido y los hombres con su bata de rayadillo

Un colmado, un hombre. El primer Múrria, del año 1943. Antes de la guerra había sido dependiente de los famosos colmados Simó. Luego socio del colmado Quílez. Socio trabajador. El primer Múrria tenía algunas virtudes capitales. Por ejemplo, un sentido estricto y reservado del ahorro. Cómo ahorrar luz, o calor, o frío. Cómo calcular el volumen de los alimentos. Cuadrar la vida. Lo que más acerca un tendero a un poeta rimado, aunque se ría el melenudo. En 1943 se instaló aquí. Entonces se llamaba La Purísima. Le quitó el nombre y le puso colmado Múrria en su primer acto de neto realismo. Y casi de inmediato pasó a la clandestinidad.

En la dictadura española, y en todas las dictaduras, se entendía por clandestinidad la heroica actividad de determinados ciudadanos que saboteaban, desde la trastienda, las necias órdenes vigentes. Pero la clandestinidad era mucho más corriente y estaba mucho más extendida. Todo el mundo vivía en su caja B. Es probable que una de las explicaciones de la larga dictadura y también del modelo de transición español tenga que ver con le enorme pujanza de esa red clandestina. Cuando se requirió su emergencia se adueñó del exterior sin mayores problemas. No se ha estudiado con demasiada convicción la trastienda de los colmados, de las librerías, de los teatros, de los bancos, de los periódicos, de los bares, de las empresas, de los servicios públicos, de las escuelas, ni siquiera la trastienda de los hombres y de las mujeres realmente existentes en la época de Franco. Y es harto probable que allá se encuentre la más sólida y real trama antifranquista.

En cualquier caso, el primer Múrria pasó a la clandestinidad en cuanto tuvo colmado propio. Eso supuso, por ejemplo, la creación de una pequeña, pero eficaz, red de agentes que traían los quesos de Francia. O el almacenamiento en zulos perfectamente camuflados de latas de piña americana que en la época sólo podían adquirirse mediante cupos muy controlados. O bien la distribución solemne y enfática de los primeros sacos de pistacho que llegaron a Barcelona, y que el hijo Múrria recuerda, con fascinación muy precisa, haber visto y tocado una mañana del año 1962.

La evidencia de que la clandestinidad ocupaba un buen trozo de la vida diaria tenía su contrapartida. Cualquier acomodador de cine, severamente uniformado, era entonces un hombre terrible. La amenaza del orden, el más menudo, era visible y angustiosa. Además, el primer Múrria había sido soldado republicano. Un soldado que llevó la derrota con el silencio y la circunspección que eran propios de su carácter. Pero que se acordaba reservada y hoscamente de su pasado cuando se abría la puerta del colmado y entraba por ella el inspector de tasas. Un general de cinco estrellas. Despótico y malcarado.

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Los horarios.

Los cupos.

Los precios.

El colmado, con su serena monotonía, con su estabilidad rigurosamente vigilada, hace también esa mala sangre. Hoy vendrá. Ya debe de estar al caer. Ese tipo. A ver con qué me viene. Acabaré que lo enviaré a la mierda. Y si me clava la multa, que me la clave.

El primer Múrria murió de un infarto fulminante a los 59 años. Alboreaba el autoservicio. Es decir, ese implacable sistema en que uno es dueño de su propia ignorancia. Su hijo tenía 19 años. Y una incipiente pasión por la geografía y la astronomía. Se hizo cargo del negocio. Suavemente, como un rito. Antes de implicarse a fondo viajó por las pequeñas ciudades que desde pequeño había tenido en el corazón y ahora tenía en la cabeza: Múnich, Lyón, Turín. Examinó la lucha contra el autoservicio y cuando volvió a Barcelona decidió que no iba a vender ni a lo largo ni a lo ancho. A lo hondo. Especializado.

Es así como alguien llega a ser el dueño del mejor colmado de Barcelona.

En el año 1973 el hoy Múrria decidió etiquetar sus productos con su peculiar y limpia caligrafía y en la lengua que más comúnmente usaba. Una mañana llegó el inspector de tasas, que ya se llamaba de otro modo.

-Estas etiquetas deben escribirse también en castellano.

El colmado tiene estas cosas. Esta mala sangre. Este doméstico y silencioso cultivo del Maligno. Pero ya había muerto uno. Y habían pasado muchos años. El hoy Múrria parece que dijo.

-Es que no me cabe en los dos idiomas.

Y el otro dijo, ah, ya, encogió levemente los hombros y se marchó, con realismo.

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