Columna

Marsé

La lluvia arreciaba sobre la ciudad, sobre los barrios de La Salut, el Guinardó, Gracia y el Carmel. La calle Escorial era un desierto brillante y húmedo bajo la noche. Frente a la fábrica Batlló, en el inhóspito solar de Can Compte, semienterrado y desnudo, encontraron el cuerpo de Carmen Broto, una prostituta de lujo que horas antes miró con espanto los ojos de su asesino. El coche donde fue acuchillada se hallaba muy cerca del solar, con las ventanillas manchadas de sangre. Era el 10 de enero de 1949. El suceso quedó grabado para siempre en la retina de un adolescente llamado Juan Marsé. Añ...

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La lluvia arreciaba sobre la ciudad, sobre los barrios de La Salut, el Guinardó, Gracia y el Carmel. La calle Escorial era un desierto brillante y húmedo bajo la noche. Frente a la fábrica Batlló, en el inhóspito solar de Can Compte, semienterrado y desnudo, encontraron el cuerpo de Carmen Broto, una prostituta de lujo que horas antes miró con espanto los ojos de su asesino. El coche donde fue acuchillada se hallaba muy cerca del solar, con las ventanillas manchadas de sangre. Era el 10 de enero de 1949. El suceso quedó grabado para siempre en la retina de un adolescente llamado Juan Marsé. Años después, aquella calle y aquel territorio íntimamente propio pasarían a convertirse en el universo literario de un novelista de raza que inmortalizaría la anécdota en su libro Si te dicen que caí. Puede que allí empezara todo; quizá porque los recuerdos son el auténtico andamiaje de cualquier ficción y también porque la infancia y la adolescencia conforman la personalidad, tanto la humana como la literaria, y en ella cargamos ya para siempre ese fardo de ilusiones, de frustraciones o de fantasmas incorregibles.

Marsé, el más literario de nuestros novelistas, ha sabido exprimir con pasión y eficacia las mejores posibilidades del relato, ha llegado a crear un escenario perpetuo, esa Barcelona de la posguerra tan real como mítica, sólo comparable al Macondo de García Márquez, al Yoknapatawpha de Faulkner o a la Comala de Rulfo. "Mira", nos confiesa Marsé, "para escribir sólo se necesitan tres cosas: tener una buena historia que contar; saber contarla, y algo muy especial; tener ganas de contarla". El arte de la ficción consiste en hacer veraz una mentira, así de sencillo. La voz narrativa ha de resultar verosímil, "yo soy el primero", continúa, "que tiene que creerse lo que estoy contando, porque si no me lo creo yo no se lo va a creer nadie".

La próxima semana estará en Alicante departiendo con el lector en una jornadas que se prometen jugosas. Es la ocasión de aproximarse a ese poeta de la posguerra que jamás escribió un solo verso y cuya discreción sigue alimentando la injusticia de ese Premio Cervantes que nunca le fue concedido. Bienvenido seas, maestro.

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