Columna

El predicador

Hace unos días acudí al funeral del padre de un amigo. La ceremonia se ofició en una parroquia de las de antes, con su bóveda, sus hornacinas, sus confesionarios de madera y su letrero: "Prohibido entrar con pantalón corto". En la iglesia del barrio alicantino de Benalúa debimos congregarnos más de cincuenta pecadores que acudimos al óbito por solidaridad y afecto a nuestro amigo común. Ése era el propósito, aunque lo que ocurrió durante la hora de réquiem es asunto aparte. En primer lugar, el párroco, un cincuentón con micrófono adaptado, saltó a escena entre espesos cortinajes entonando un g...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Hace unos días acudí al funeral del padre de un amigo. La ceremonia se ofició en una parroquia de las de antes, con su bóveda, sus hornacinas, sus confesionarios de madera y su letrero: "Prohibido entrar con pantalón corto". En la iglesia del barrio alicantino de Benalúa debimos congregarnos más de cincuenta pecadores que acudimos al óbito por solidaridad y afecto a nuestro amigo común. Ése era el propósito, aunque lo que ocurrió durante la hora de réquiem es asunto aparte. En primer lugar, el párroco, un cincuentón con micrófono adaptado, saltó a escena entre espesos cortinajes entonando un gregoriano estridente que reverberaba en los muros y enfurecía los tímpanos. Advirtió ya desde el altar que desempolváramos la virtud de la paciencia puesto que el discurso y la liturgia sería sustanciosos, no como en esos tanatorios de tres al cuarto donde se embotellan los finados y se les despacha con premura hacia la gloria. Y dicho esto, se ajustó la casulla -negra por cierto, como antes del Concilio- y repasó las lecturas. La homilía resultó inolvidable. Dirigiéndose a nosotros, triste panda de indocumentados sin remedio, encarnación conjunta de la estupidez, nos arengó con una plática sembrada de sandeces evangélicas en versión libre digna de respuesta. Según el ilustrado oficiante, no estábamos allí para acompañar a nuestro amigo sino como confidentes policiales del Altísimo (valga la parábola), como testigos de la vida del finado. Quien muere solo -se entiende- no tiene derecho a cielo o purgatorio. Para tales sentencias, el inspirado cura recurría a citas de autoridad como las del santo Escrivá de Balaguer y otras fuentes de su devoción. También salieron de su boca imperativos como "de pie", "arrodíllense" y otros de semejante hechura. Acabada la función se marchó entre bambalinas, altivo y misterioso. No hubo más, pero fue suficiente. Ahora entiendo mejor la progresiva desertización de los templos y la falta de vocaciones. Con ejemplos así, la fe se hunde sola y menos será la clientela si es tratada de estúpida desde el púlpito. De la Edad Media a nosotros, la teología dogmática no ha cambiado nada. Ataviada de negro, se burla del Concilio, permanece embalsamada de espaldas a la vida.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En