Columna

Víctimas

Han pasado seis meses desde el 11-M y no ha pasado nada, sólo el tiempo y las horas, esos minutos que nos van hiriendo hasta que nos fulminan lo mismo en el reloj de la iglesia de Urrugne que en el de la estación de Atocha. Ni un suceso ni un signo que nos incline a creer que las matanzas terroristas de este inicio sangriento de siglo puedan cesar de un día para otro (ni siquiera de un año para otro), sino bien al contrario.

Han pasado seis meses y las músicas que sonaron entonces en Madrid suenan en otra parte, en Indonesia, en donde estalle el último artefacto cargado de locura y expl...

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Han pasado seis meses desde el 11-M y no ha pasado nada, sólo el tiempo y las horas, esos minutos que nos van hiriendo hasta que nos fulminan lo mismo en el reloj de la iglesia de Urrugne que en el de la estación de Atocha. Ni un suceso ni un signo que nos incline a creer que las matanzas terroristas de este inicio sangriento de siglo puedan cesar de un día para otro (ni siquiera de un año para otro), sino bien al contrario.

Han pasado seis meses y las músicas que sonaron entonces en Madrid suenan en otra parte, en Indonesia, en donde estalle el último artefacto cargado de locura y explosivo. Las músicas no cesan. Son otras y las mismas que sonaron hasta hace unos días en Osetia del Norte. Las letras son distintas y serán de igual modo distintos los poemas que los poetas de allí, igual que los de aquí, escribirán sin duda en homenaje a sus hijos y padres y hermanos. Pero los poemas, lo mismo que las músicas, se olvidan pronto y se los lleva el viento. Y los libros se pudren porque nadie los compra ni los lee. En seis meses el viento es capaz de borrar un cementerio como el de Edgar Lee Masters. Las víctimas de Atocha, que además de los muertos son todos los demás que no murieron y lograron salir de los vagones con un resto de vida, se quejan de que al cabo de seis meses nadie se acuerda de ellas. Puede que su valoración sea subjetiva, claro. Pero también es claro que estas personas no están recibiendo la atención que merecen. Otra cosa es que el Estado no pueda materialmente prestársela. Se sabe que 2.700 personas han precisado a raíz de aquel suceso tratamiento psiquiátrico.

No se sabe, no se puede saber lo que pasa por dentro de una víctima. Nadie puede saber, aunque se lo imagine, lo que han pasado gentes como Ortega Lara, Lasa y Zabala o Segundo Marey (¿lo recuerdan?). De eso sabemos algo (y lo ignoramos todo) en este país en donde numerosos ciudadanos todavía no pueden caminar libremente por una acera. Sabemos que a las víctimas, más tarde o más temprano, se las traga el olvido. La condición de víctima, desdichadamente, es parecida a la de los enfermos crónicos. Al principio, cuando la enfermedad es una novedad, todo el mundo se interesa por el estado de salud del enfermo y por la evolución de su dolencia, pero conforme pasa el tiempo decae el interés y el enfermo termina aburriendo hasta convertirse en un tipo molesto al que hasta sus amigos procuran esquivar. Es lo que pasará, me temo, con las familias rotas en Osetia, Indonesia o Madrid. Ha pasado en mi villa y mis vecinos lo han olvidado todo. Sólo los terroristas parecen ignorar, sin embargo, que lo único que consiguen sus crímenes, sus episodios crónicos de muerte, es el aburrimiento y el olvido. Ni siquiera el terror que les define. Terror es no cobrar a fin de mes o perder el empleo. Las víctimas, al igual que el infierno, son los otros. Están ahí, precisamente, no para darnos miedo, sino para quitárnoslo. Les ha tocado a ellos, no a nosotros. Es así de mezquino, así de humano.

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