Análisis:A pie de obra | TEATRO

Mis problemas con la tragedia (episodio 310)

Uno. Después del bochornazo de Yo, Claudio, de José Carlos Plaza (¿qué hace un matador como Alterio en esa jarana digna del Bombero Torero?), ha llegado, para cerrar la programación del Grec, un soplo de aire fresco, la Orestíada de Mario Gas, sobria, cosida a mano, con un notabilísimo trabajo actoral, pero, para mi gusto, escasamente conmovedora. Buena parte del problema es mío, lo sé muy bien: me cuesta horrores sentirme interesado, tocado, por la tragedia. Más allá de Edipo y Antígona y Electra a ratos, mi corazoncito apenas late. Me han dicho mil veces que me equivoco ...

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Uno. Después del bochornazo de Yo, Claudio, de José Carlos Plaza (¿qué hace un matador como Alterio en esa jarana digna del Bombero Torero?), ha llegado, para cerrar la programación del Grec, un soplo de aire fresco, la Orestíada de Mario Gas, sobria, cosida a mano, con un notabilísimo trabajo actoral, pero, para mi gusto, escasamente conmovedora. Buena parte del problema es mío, lo sé muy bien: me cuesta horrores sentirme interesado, tocado, por la tragedia. Más allá de Edipo y Antígona y Electra a ratos, mi corazoncito apenas late. Me han dicho mil veces que me equivoco y no debe faltarles razón, pero algunas razones me hacen arrugar la ceja: cada vez que me hablan, por ejemplo, de que en la Orestíada "está el origen de la democracia" me siento como en esas películas de las que a la salida alguien alaba los encuadres o el contexto histórico. O sea, que no siento, y bien que lo siento. Sólo soy capaz de beber tragedia destilada, y trasvasada a otras botellas: la estantería que va desde Mourning Becomes Electra a La cabra de Albee. O alcohol descalzado, sin coturnos, en una pantalla: Rocco, los Padrinos, Little Odessa, mil etcéteras de esencia transmutada, sin esa morrocotuda etiqueta de artefacto cultural que pesa como una losa. Quizá, pienso a veces, la función de la tragedia consista en ser fundacional, hablar desde un territorio previo a la narración interiorizada. Es decir, anterior a Shakespeare. Como si los protagonistas de la tragedia fueran nuestros abuelos bárbaros, inarticulados, regidos por los dioses, y no hay salmón que remonte esa presa. ¿Por qué me es indiferente el destino de Clitemnestra y no el de Lady Macbeth, si ambas son unas malas perras? ¿Por qué alucino con Troilo y Cressida y no con cualquier taquillazo de Eurípides? En Shakespeare no hay dioses ni fatum, para empezar. Hay invención de lo humano e interioridad compleja, ahí está el detalle, mientras que en la factoría griega siempre tengo la sensación de que los personajes están hablando a cámara, contando lo que les pasa. O declamándolo, que es peor. Quizá, repienso, la antigua tragedia sea, en esencia, operística, ritual. Pero, para multiplicar mi confusión, resulta que su lenguaje no es heightened style, como el de Shakespeare. Es seco, afilado, con metáforas como piedras de río, lavadas por un agua constante. "La sangre brilla dentro de tus ojos", le dice el coro a Clitemnestra. ¡Ahí, ahí, ahí comienzo a vibrar, con la estupenda versión de Carlos Trías, clara, restallante, sonora! Entonces, si hay chispa, ¿por qué no se produce en mí la llama?

Dos. En este espectáculo hay chispazos y fulguraciones de aúpa. El espacio escénico de Mario Gas y Antonio Belart, tan a tono con la sobriedad de la puesta: un coso taurino, unos burladeros a los lados y, en el centro, el gran portón de la casa de los Atridas, punto. La sabia poda del texto, que lo deja en dos horas sin arrojar al niño con el agua del baño. Mario Gas apareciendo para contar el destino de Orestes tal como lo hizo en la Electra de Antonio Simón pero todavía mejor, como un viejo sabio narrando una fábula, un fait divers convertido en leyenda, y ese final en el que se repite la primera escena y todo vuelve a empezar: el centinela, ahora con los ojos vendados, sigue a la espera de una señal que indique el fin de la guerra, las guerras. Imágenes poderosas: las cabezas cortadas sobre los burladeros; las telas de seda roja como cascadas de sangre, puro Argento. Una mayor presencia del pueblo, que gira enfurecido, golpeando sus bastones, y recitando: "No sea yo jamás un destructor de pueblos, ni vencido vea mi vida reducida a servidumbre", como si fuera un song brechtiano. No hay movimientos de masas. Nueve intérpretes, desdoblándose. Hay desdoblamientos "naturales", como el de Emilo Gutiérrez Caba, la voz de la sensatez popular (EGC nació para ser un raissoneur) y también la furia dictatorial de Egisto. Y hay desdoblamientos, digamos, "conceptuales", o sea, raritos. ¿Por qué dos Clitemnestras, dos Cassandras, pero no dos Agamenones ni dos Orestes? ¿No podría tratarse de una bifurcación formal del propio Gas, una búsqueda de líneas, de tesituras emocionales? Vicky Peña y Gloria Muñoz, Maruchi León y Anabel Moreno: dos trágicas y dos dramáticas. Dos sopranos y dos mezzo. Esa indecisión (o lo que yo entiendo por indecisión) también está en los hombres, aunque no se desdoblen así. Pensé: ¿por qué Constantino Romero compone un Agamenón altisonante cuando Jordi Boixaderas sirve un Orestes próximo, no naturalista pero casi? ¿O es que los padres han de hablar de una manera y los hijos de otra? Hijos e hijas, porque la fugaz Electra de Teresa Vallicrosa es uno de los puntazos del espectáculo. Lo curioso del asunto es que viendo a Vicky Peña y Gloria Muñoz me pareció estar ante un españolísimo monstruo de dos cabezas: las dos hermanas terribles de Puerto Hurraco. O sea, que Mario Gas me plantó en Puerto Hurraco, y por mi madre que no es un chiste. En esta Orestíada se me insinúa, sin concretarse, un viento de arena, el viento del sur que enloquece a la gente, y que, de sur a sur, podría enlazar Grecia con el sol negro de Andalucía la Baja. No he visto la película de Saura, pero algo me dice que debe situarse bajo ese sol y ese viento. Ése, ese es el espacio que busco, lo que yo le pediría al espectáculo. Y a la tragedia. No hablo, por supuesto, de "ponerla al día" ni de convertir a sus personajes en andaluces o en modernos, sino de romper las adherencias de la forma. De entrada, escapar de los teatros griegos, de lo esperado, de lo ya visto y oído. ¿Por qué no jugar, por una vez, por probar, a hacer una Orestíada en una casa en ruinas, un garaje, o aquella carpa de madera en la que Nichet paseó su Alceste por media Europa? O la Electra de Vitez, aquel piso con ventanas al Pireo. Intentar una tragedia "de interior", como Strindberg buscó su teatro íntimo. Se rompería la imposición del marco, del artefactazo cultural, y podría hacerse antideclamatoria, casi susurrada: próxima, convincente, revivida.

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