Cartas al director

El mal de Alzheimer

Por mucho que -de un modo u otro- el ser humano sea consciente de que nuestro ciclo vital acaba inexorablemente en la muerte, todos somos sensibles a la crudeza de su realidad ante la muerte de alguien cercano. Porque una cosa es la idea de la muerte y otra, no transmisible, es la muerte de un ser querido.

Pero más duro aún es contemplar cómo un cuerpo humano animado, aparentemente vital, nos recuerda permanentemente, día a día, que alguien al que en tiempos amamos, del que aprendimos, con el que compartimos ideas o proyectos, ya no habita en ese cuerpo. Eso es lo que sienten las person...

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Por mucho que -de un modo u otro- el ser humano sea consciente de que nuestro ciclo vital acaba inexorablemente en la muerte, todos somos sensibles a la crudeza de su realidad ante la muerte de alguien cercano. Porque una cosa es la idea de la muerte y otra, no transmisible, es la muerte de un ser querido.

Pero más duro aún es contemplar cómo un cuerpo humano animado, aparentemente vital, nos recuerda permanentemente, día a día, que alguien al que en tiempos amamos, del que aprendimos, con el que compartimos ideas o proyectos, ya no habita en ese cuerpo. Eso es lo que sienten las personas cercanas a un enfermo del mal de Alzheimer: el profundo dolor de contemplar a un ser humano querido desprovisto de gran parte de su humanidad. Físicamente cercano, ya no sabemos si está con nosotros o no.

Ningún condicionante moral o religioso debería oponerse a que se continúe investigando a nivel científico para que nosotros, los seres humanos, procuremos acabar con el sufrimiento de otros seres humanos. En este caso más que el de los propios enfermos -¿conocemos acaso su sentir?- el de sus familiares y seres queridos, de los que sí sabemos de su prolongado dolor.

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