Columna

No cultura

Los japoneses, grandes amantes históricos del papel, han sido los primeros en poner en circulación un libro electrónico. No ya basado en la conocida e incómoda pantalla que se desvanece o nos deslumbra, sino en un invento de papel electrónico concebido mediante la colaboración de una sociedad nipona y el Instituto Tecnológico de Massachusetts.

La particularidad de este ligero soporte, titulado Librié por Sony y E-book por Toshiba, consiste en que su tinta se compone de unas microesferas, blancas y negras, que deletrean los impulsos recibidos de Internet o, pronto, del mism...

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Los japoneses, grandes amantes históricos del papel, han sido los primeros en poner en circulación un libro electrónico. No ya basado en la conocida e incómoda pantalla que se desvanece o nos deslumbra, sino en un invento de papel electrónico concebido mediante la colaboración de una sociedad nipona y el Instituto Tecnológico de Massachusetts.

La particularidad de este ligero soporte, titulado Librié por Sony y E-book por Toshiba, consiste en que su tinta se compone de unas microesferas, blancas y negras, que deletrean los impulsos recibidos de Internet o, pronto, del mismo quiosquero. No hará falta adquirir el periódico impreso y sí un acceso que otorgue el derecho a almacenar uno o varios diarios, revistas o libros dentro del aparato. ¿Se leerá de esta manera más, puesto que el texto llega en pantallas? Se leerá, como ya está ocurriendo, de otra manera y ello constituirá, en realidad, el auténtico cambio de la cultura. Hasta el momento, ni la televisión, la radio, la realidad virtual o los reality show pudieron exterminar los libros. Son ahora los libros quienes se suicidan acabando con su naturaleza proverbial. La condición del libro electrónico induce al hipertexto, el menudeo, la dispersión, y, en consecuencia, los escritores -todos los escritores- habrán de subordinarse al sistema.

Hasta ahora el autor era Dios. Hacía, más o menos, a su antojo y los receptores se afanaban en la interpretación. La nueva etapa, que coincide con la producción personalizada y el imperio de la demanda, convierte al consumidor en la norma y al autor en su vasallo. Con ello no sucede que la cultura se degrade, sino que desaparece en cuanto tal. Susan Sontag contaba que, tropezándose con Wim Wenders por California, le preguntó qué hacía un alemán culto como él en un territorio bárbaro. Y Wenders le respondió: "¡Por favor! ¡No se hace cargo usted del alivio que se siente sin cultura!". Fin, por tanto, del estudio esforzado, la concentración, el saber o la gaya ciencia. El pesado mundo del libro se desmaterializa en un flash y el conocimiento se despliega como un entorno de pantallas y sensores ínfimos dirigidos sin mediaciones a la amalgama de la piel.

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