Editorial:

Europa, constituida

La Unión Europea dio ayer un paso histórico al aprobar su primera Constitución. Bien es verdad que no se trata de una Constitución propiamente dicha, que la UE no es un Estado, y que aún falta la ratificación unánime de los 25 países firmantes, algo que ahora mismo ni siquiera parece probable. Con todo y eso, la cumbre de ayer se inscribe en la historia. Hasta el Tribunal Constitucional francés acaba de reconocer lo que ya este texto pone negro sobre blanco: la primacía del derecho comunitario sobre el nacional. Es la culminación, no ya de dos años y medio de negociaciones, sino de una revoluc...

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La Unión Europea dio ayer un paso histórico al aprobar su primera Constitución. Bien es verdad que no se trata de una Constitución propiamente dicha, que la UE no es un Estado, y que aún falta la ratificación unánime de los 25 países firmantes, algo que ahora mismo ni siquiera parece probable. Con todo y eso, la cumbre de ayer se inscribe en la historia. Hasta el Tribunal Constitucional francés acaba de reconocer lo que ya este texto pone negro sobre blanco: la primacía del derecho comunitario sobre el nacional. Es la culminación, no ya de dos años y medio de negociaciones, sino de una revolución que comenzó en 1950 con la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Ni los más optimistas podían entonces imaginar que 54 años después Europa estaría unida, al menos entre estos 25 -que pronto serán 28 con Bulgaria, Rumania y la recién llegada Croacia-, con una moneda común que se ha afianzado, y habiendo relegado al cajón de la historia la guerra entre las grandes potencias europeas.

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El Tratado Constitucional nace en una situación internacional hecha trizas por la guerra de Irak, en una Unión que apenas está empezando a digerir su mayor ampliación, y cuando la alta abstención registrada en las elecciones europeas ha enviado un mensaje claro de desapego de la ciudadanía hacia una construcción europea demasiado distanciada de sus preocupaciones. La dureza de las negociaciones para culminar el texto fundamental o para nombrar al sucesor de Prodi al frente de la Comisión no hace sino alimentar esta alienación.

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El nuevo reparto de votos en el Consejo era el tema más espinoso, pues tocaba al meollo del poder. La solución ha sido sensata y plenamente satisfactoria para España. La doble mayoría de Estados y ciudadanos refleja la doble legitimidad de esta Unión. Los porcentajes acordados (55% de Estados y 65% de población) son más que aceptables, especialmente acompañados de la garantía de que cualquier minoría de bloqueo deberá reunir al menos a cuatro Estados, lo que evita un peso franco-alemán excesivo o un directorio Londres-París-Berlín.

Lo logrado por Zapatero en su primera negociación europea no supone retroceso respecto al éxito del anterior Gobierno de Aznar en el Tratado de Niza. El desbloqueo demuestra que la posición de Aznar se había convertido en una rémora -no la única- para el avance de Europa. El peso de España se verá reforzado si, como es de esperar, entra en la cuenta el plus de población que supone la inmigración en España, que sólo en 2003 sumó 1,1 millones de nuevos habitantes. Además, lograr que la traducción de esta Constitución a todas las lenguas co-oficiales en los Estados tenga valor legal es un paso importante para conciliar el sistema autonómico con una Europa en la que hay más personas que hablan catalán que, por ejemplo, letón o eslovaco, que son lenguas comunitarias.

La Constitución comporta avances notables: la carta de derechos fundamentales, que en algunos casos van más lejos que los nacionales o los defendidos por el Consejo de Europa; la personalidad jurídica de la Unión; el aumento de las áreas de decisión por mayoría (aunque Blair ha impedido mayores progresos), y las mayores facilidades para integrarse más en algunos campos quienes lo deseen, mediante unas "cooperaciones reforzadas" necesarias en una UE más amplia y más diversa. Pero en lo que más se progresa es en el andamiaje para una Política Exterior y de Seguridad Común, necesidad absoluta a la luz de lo ocurrido en Irak, y antes en la guerra de Kosovo. Europa debe ganar autonomía diplomática y militar respecto a EE UU, para lo que necesita unirse más, y trasladar a la práctica esa solidaridad ante las amenazas, incluido el terrorismo, que se plasma en el nuevo Tratado. La creación del cargo de ministro europeo de Asuntos Exteriores es un paso mucho más que simbólico.

Resulta, sin embargo, preocupante el constante desplazamiento del poder institucional de la Comisión Europea hacia el Consejo de Ministros. Con un comisario por Estado, la Comisión es demasiado amplia e intergubernamental y puede acabar siendo meramente la intendencia del Consejo.

Es lamentable cómo se ha erosionado su poder de control del Pacto de Estabilidad que subyace a la unión monetaria.

Excesivamente larga, farragosa y compleja, esta Constitución no indica un camino claro para Europa, pero proporciona un traje jurídico en el que todos los ciudadanos y todos los Estados, pequeños, medianos y grandes, deberían sentirse cómodos. Los rifirrafes entre Chirac y los británicos en Bruselas demuestran que no han cicatrizado todas las heridas. Pero que haya algo que, sin mayores problemas, se llame Constitución para Europa, es un gran logro.

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