Columna

Princesa republicana

Si proponemos, siguiendo a Harrington, que el republicanismo se caracteriza por ser un imperio de leyes, y no de hombres, parece claro que esta boda real se inserta en un proceso de efectiva democratización de nuestra institución monárquica. Y no tanto por el aspecto de superficie causante de mayor revuelo, la extracción social de la novia, como por algo que viene siendo olvidado: el ajuste entre la esfera del sentimiento personal del Príncipe y los requerimientos del orden constitucional. En este sentido, es como un prólogo a la próxima reforma de la Constitución que pondrá fin al tradicional...

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Si proponemos, siguiendo a Harrington, que el republicanismo se caracteriza por ser un imperio de leyes, y no de hombres, parece claro que esta boda real se inserta en un proceso de efectiva democratización de nuestra institución monárquica. Y no tanto por el aspecto de superficie causante de mayor revuelo, la extracción social de la novia, como por algo que viene siendo olvidado: el ajuste entre la esfera del sentimiento personal del Príncipe y los requerimientos del orden constitucional. En este sentido, es como un prólogo a la próxima reforma de la Constitución que pondrá fin al tradicional privilegio del sexo masculino en cuanto al acceso a la Corona.

Don Felipe de Borbón había planteado públicamente una exigencia perfectamente legítima, pero que bien podía ocasionar serios problemas en caso de presentarse una disociación entre el sentimiento y el interés público. Éste, por otra parte, se situaba en un terreno resbaladizo a mitad de camino entre la razón de Estado y las convenciones monárquicas tradicionales. El Príncipe no estaba dispuesto a contraer matrimonio con una mujer de la cual no estuviera enamorado. Con ello cerraba en gran medida la puerta al tipo de matrimonio que durante siglos presidiera el comportamiento de las casas reales. En el año 2000 carecía ya de sentido pensar en una u otra forma de "pactos de familia", dada la proliferación de regímenes republicanos, y tampoco era ya suficientemente rentable una concesión de tal alcance por atender simplemente a exigencias del ritual. El problema surgía, y surgió de hecho, al convertir la oración en activa. Existía y existió la posibilidad de que una preferencia sentimental estuviera en condiciones de suscitar un serio problema de orden constitucional, en la práctica, si por uno u otro motivo la elegida ofrecía riesgos de cara a un eventual desempeño de la regencia, o inseguridad en cuanto al comportamiento en el plano "profesional" de que hablara don Juan Carlos en una ocasión. En una palabra, el necesario enlace debía atender las exigencias de "los dos cuerpos del Rey". En principio, es un requisito que la boda con Letizia Ortiz cumple sin dificultad.

Por otra parte, estamos en la antítesis de la historia de Cenicienta. La asimetría de las respectivas posiciones permite en este caso al Príncipe enlazar con el nuevo tipo femenino que ha ido forjándose en la sociedad española desde los años sesenta del pasado siglo: una mujer con alta capacidad profesional, dispuesta a ejercer su libertad en todos los planos, asumir el riesgo y desarrollar una vida cultural propia. Nada que ver con la imagen tradicional de las princesas tipo películas de Sissi, aunque no parece que vaya a librarse de tener que asumir hasta cierto punto esa dimensión. En el periodo más controvertido de su biografía, la estancia mexicana, los reportajes peor intencionados de aquel país quieren apuntar al plebeyismo en los titulares: en Guadalajara, Letizia "tomaba tequila y viajaba en peseros ". Pero más allá de resaltar el gusto por la fiesta, la figura que emerge es la de una muchacha decidida, que "trabajaba muchísimo", "muy independiente e irreverente, defensora de sus ideas", sensible ante el sufrimiento de los animales, contraria a la desigualdad social y entusiasta de escritores como Jorge Luis Borges o Juan Rulfo. De ser éste su efectivo perfil humano e intelectual, bienvenida sea. Puede ser un soplo de aire fresco en una atmósfera marcada por la tendencia al aislamiento y la incomprensión respecto de la sociedad en la que el personaje real desempeña sus funciones. La etiqueta de princesa republicana, en el sentido inicialmente apuntado, le convendría a la perfección.

Otra cosa es ignorar los riesgos que conlleva esa nueva dimensión democrática de la Monarquía. El antecedente británico es de sobra elocuente. Los mencionados "dos cuerpos", del rey y de la reina, han de encajar, y desde la libertad y la responsabilidad de ambos. Incluso en caso de ruptura. El ejercicio de trapecio, con el salto permanente entre la vida pública y el comportamiento privado, no dispone hoy ya de la red que tuvo en la era victoriana. Y el plus de popularidad puede muy bien convertirse, como le ocurriera al príncipe Carlos de Inglaterra, en destrucción del prestigio personal e institucional. Es el precio a pagar por la libertad.

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