Crítica:

Retórica del narciso

El impulso de autoconsagración a veces arrasa con todo y no se detiene ni ante el propio autor, que acaba siendo la primera víctima. En estas memorias sucede algo así, porque todo aparece como un decorado fallido, sin vida, sin drama, sin experiencia explorada con un poco de verdad. El entusiasmo sincero que el autor experimenta hacia sí mismo no deja espacio material para ningún otro entusiasmo, y cada asunto (sea una ciudad, una catedral, un escritor o una lectura) se vacía de sustancia propia e interés porque su función es subsidiaria, la de servir como decorado enfático a un escritor incap...

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El impulso de autoconsagración a veces arrasa con todo y no se detiene ni ante el propio autor, que acaba siendo la primera víctima. En estas memorias sucede algo así, porque todo aparece como un decorado fallido, sin vida, sin drama, sin experiencia explorada con un poco de verdad. El entusiasmo sincero que el autor experimenta hacia sí mismo no deja espacio material para ningún otro entusiasmo, y cada asunto (sea una ciudad, una catedral, un escritor o una lectura) se vacía de sustancia propia e interés porque su función es subsidiaria, la de servir como decorado enfático a un escritor incapaz de prestar a la experiencia vivida alguna forma de verdad literaria.

De verdad, quiero decir, más allá del registro repetitivo y latosísimo de ristras de amantes en casi todos los casos intercambiables, como sucede con los escritores, o muchos de los nombres propios que aparecen. Se le avinagra la voz a medida que trata de tiempos presentes, como si la falta de entusiasmo de los demás hacia él con el tiempo le fuese resultando cada vez más inexplicable, quizá porque creció entre visillos, rasos rojos, cortinajes, cretonas y fincas abocadas al mar de una infancia donde el paraíso fue posible: "Todo esto será tuyo", le dijo "afectuoso" el abuelo. Nada desde entonces va a ser tan propio como aquella tierra -"lo único que siento como una verdadera propiedad"-, y debe de ser verdad porque casi todo lo que piensa o evoca no logra arrancar un efecto de verdad o emoción suficiente. Desaprovecha, incluso, su impulso de rebeldía contra la modernidad burguesa; apenas se queda en una raquítica caricatura del Lampedusa, del gran Llorenç Villalonga de Bearn o del fabuloso y genial reaccionario que alguna vez se ha reconocido Álvaro Mutis. "Sólo los imbéciles, como dice el verso de Pope, disputan por la forma de un gobierno", señala en un momento; pero el narciso necesita reclamar la atención y ha de radicalizar esas manías hasta el sonrojo ajeno, y entonces sentencia que la evolución de la democracia ha hecho una sociedad "fofa, carente de grandes gestos, imposibilitadora de esos grandes gestos", que es lo que al autor le conmueve de veras, "sólo los grandes gestos", "las hazañas de los grandes". A lo mejor todo esto es el resultado de una mirada que él llama "aristocrática", de "elegancia personal" y "altura de visión del mundo". Con esos atributos se puede escribir de Estambul que nada puede "hacerle salir de esa especie de inmenso sueño que no es sino sabiduría" o pensar que nuestra época "ha perdido el regocijo de la libertad serena de los antiguos", o creer que el único "hilo delicadísimo" que une a las mujeres es "su impasibilidad ante nuestra destrucción", además de tener gran importancia "para crear el marco perfecto de la conversación".

LOS DECORADOS DEL OLVIDO

José María Álvarez

Renacimiento. Sevilla, 2004

543 páginas. 30 euros

El libro se ahoga en la vulga-

ridad de una prosa con pretensiones de poeta (que sí es José María Álvarez, al menos mejor que el prosista de este libro) y flota en un inane malditismo de pose, un artificioso decadentismo con bisutería rancia. Mitómano de sí mismo, tiende a consignar infatigablemente paseos y piedras vistas sin arrancarles casi nunca nada, o demasiado poco para tanto decorado y tanta toponimia sin traducir. Venezia, así escrita, sale decenas de veces e igual es la que le lleva a escribir también Joseph Pla, seguramente para quitarle a Pla la boina pueblerina y ponerle los aires centroeuropeos que convienen a la aristocracia del autor. Ese "magnífico espíritu lujoso" que le define, según escribe al principio el autor, armoniza de la peor de las maneras con el narrador que al final, y a propósito de un episodio corriente, ve "la inquina siempre alerta de esos que sufren la enfermedad de odiarme".

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