Columna

Clarinete

La música siempre ha ejercido en mí un hondo poder sugestivo, aunque me declaro insolvente para distinguir entre una corchea y un si bemol. Hasta donde me alcanza la memoria me ha resultado un suplicio pasar un solo día sin disponer de un momento, siquiera un instante, para aislarme en su interior, como si se tratara de una nube ingrávida y envolvente, y dejar que sus vibraciones, que conceptúo como el más inteligente de los lenguajes, perforen mi cerebro hasta la raíz de los sentidos. La música ha encauzado mi rebeldía y ha sosegado mi ansiedad, y en cualquiera de sus variedades y estilos, in...

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La música siempre ha ejercido en mí un hondo poder sugestivo, aunque me declaro insolvente para distinguir entre una corchea y un si bemol. Hasta donde me alcanza la memoria me ha resultado un suplicio pasar un solo día sin disponer de un momento, siquiera un instante, para aislarme en su interior, como si se tratara de una nube ingrávida y envolvente, y dejar que sus vibraciones, que conceptúo como el más inteligente de los lenguajes, perforen mi cerebro hasta la raíz de los sentidos. La música ha encauzado mi rebeldía y ha sosegado mi ansiedad, y en cualquiera de sus variedades y estilos, incluso los más impíos e inconfesables, me ha ayudado no sólo a pasar el rato sino también a comprender la diversidad de la existencia, mostrándome que no había nada mejor ni peor, sino sólo distinto si se armonizaba con dignidad. El origen de esa seducción emana directamente del clarinete que tocaba a mi lado Domingo en su almazara de Quatretonda, cuando yo apenas era un bebé metido en un capazo de palma y sus hijas me ahuyentaban las moscas y me sacaban a pasear. Siempre oí contar que aún no caminaba ni sabía hablar pero ya tarareaba Picolissima serenata de Renato Carosone con la misma insolencia que si fuese uno de los tipos duros que en aquel tiempo apoyaban el codo en el mármol del casino ante un vaso de cazalla. Ésa era entonces su melodía favorita y, por lo visto, la que más me gustaba que tocara. Su afilado clarinete me fue produciendo una incisión muy fascinante en el cerebro, y por ella se irían metiendo con gran facilidad los sonidos de las radios y los tocadiscos para estallar con toda la intensidad de estímulos que hoy configura mi heterodoxo imaginario sonoro. Domingo fue enterrado hace unas semanas a la edad de 94 años, y aparte de exprimirle al clarinete sus máximas prestaciones, consagró su vida a la elaboración del aceite de oliva, que sin duda es haber demostrado más fe en la humanidad que la que tuvo Jean Paul Sartre. Nunca renunció a la boina ni a la faja, sin embargo a finales de los cincuenta su clarinete fue un desafío muy moderno.

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