Columna

Los paraguas

La calle donde vivo tiene empaque fluvial. En otros tiempos formaba parte de los llamados, por antonomasia, bulevares, con un paseo central arbolado y dos calzadas laterales por donde circulaban los escasos automóviles de la posguerra. Hoy el tráfico ha devorado aquella disposición, los plátanos y las acacias se han atrincherado en las aceras y se resigna al papel de ser una de las grandes arterias madrileñas por donde transcurre una circulación que se hace espesa en las horas punta. Los fines de semana recupera el aire antiguo y fluyen con mansedumbre los coches domingueros. Poco comercio hay...

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La calle donde vivo tiene empaque fluvial. En otros tiempos formaba parte de los llamados, por antonomasia, bulevares, con un paseo central arbolado y dos calzadas laterales por donde circulaban los escasos automóviles de la posguerra. Hoy el tráfico ha devorado aquella disposición, los plátanos y las acacias se han atrincherado en las aceras y se resigna al papel de ser una de las grandes arterias madrileñas por donde transcurre una circulación que se hace espesa en las horas punta. Los fines de semana recupera el aire antiguo y fluyen con mansedumbre los coches domingueros. Poco comercio hay en esta breve zona, por la que transitan escasos peatones. Pero cualquier acontecimiento importante la utiliza como calzada imprescindible. Maratones pedestres, multitudinarias convocatorias ciclistas, concentraciones reivindicativas pasan bajo mis ventanas que abarcan casi las dos glorietas de Bilbao y Alonso Martínez. El panorama cambia en las noches del fin de semana y los bordillos de sus aceras enhebran una retahíla interminable de automóviles aparcados, cuyos jóvenes propietarios se dispersan en las misteriosas discotecas que abren su estruendo pasada la medianoche. De día suele desgarrar el aire la sirena de alguna apresurada ambulancia, que se abre paso en ambas direcciones hacia los hospitales ubicados en los extremos. Por cierto, la mayor parte de las ambulancias no hacen sonar sus alertas más que en caso indispensable; lo sé porque vivo una época en que me son precisos sus servicios. Incluso los conductores recelan del humor de los guardias de tráfico que las multan sin contemplaciones.

La víspera fue el jueves sangriento. Una decisión malvada tiñó de sangre los raíles de la estación del Mediodía, como un retrasado bombardeo de castigo a la población inocente. Ahí se alborotó el pulso de la capital y se vivieron largas jornadas de excepción, entre el asombro, la pesadumbre y la ira. Atónitos aún, llegó el viernes del dolor y por debajo de mis balcones desfiló, durante tres o cuatro horas, el curso silencioso y grave de los ciudadanos que iban a depositar las flores fúnebres de su amargura en las inmediaciones de Atocha.

Un día gris, en el que también se concentraron espesas y preñadas nubes que llovieron sobre la capital sin pausa, como intentando lavar tanta sangre derramada y confundirse con tanta salada lágrima. Desde las cinco de la tarde comenzó la peregrinación hacia el lugar de la única convocatoria, lenta, implacable, como un río de lava. Y algo así parecía entre la prieta masa de paraguas, semejante a las escamas de un ser pesado y determinado moviéndose con paso lento. Primero fue la franja derecha, voluntariamente ocupada por la muchedumbre. Después fueron invadidos los otros canales. A lo lejos, como boyas luminosas ancladas en el mar gris, las azules luces centelleantes de algún coche de la policía y el lomo rojo de alguna ambulancia que se movía con lentitud.

Paraguas, paraguas, rememoración de aquellas infatigables botas de un silencioso ejército en marcha. El contrapunto en las sombrillas o en los artilugios veraniegos de colorines, sumidos en el mayoritario paisaje de las sedas azules, grises y negras de los paraguas masculinos o familiares. Condicionaban el sentido de la espesa manifestación, al inmovilizar la mano que los sostenía, una de las causas para aquella procesión del silencio. Entreverada, la vestimenta impermeable de vivos colores, las capuchas, los plásticos trasparentes. Se había anunciado el voltear de las campanas para las siete de la tarde, pero no llegué a oírlas, quizá por mi progresiva sordera, aunque aquella multitud se desplazaba en medio de un denso y fúnebre silencio. Enfrente, un autobús encallado entre los movibles arrecifes. Allí terminaba su recorrido y el conductor le echó la llave y dispuso la señalización eléctrica.

Resultaba impresionante y permanecí hipnotizado con la frente apoyada en los cristales, contemplando una inusual masa de ciudadanos que, sin consignas aleccionadoras, sin intereses próximos o remotos, acuciados por su conmiseración y pena, desafiaban una larga tarde lluviosa para expresar una solidaridad que no necesitaba de convocatorias.

Cientos de miles de paraguas avanzaron bajo el agua inclemente que bajaba de los cielos. Apenas pancartas o banderas al hombro. Nada sobraba en la gigantesca manifestación de un pueblo lesionado por la brutal crueldad de quienes trajeron la muerte innecesaria, injusta, cerril, inhumana. La lluvia terca, encrespada a veces, fue el contrapunto de la mayor protesta civil de esta grande y dolorida ciudad.

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