Columna

Trazos profundos

La pintura de Juan Mieg (Vitoria, 1938) está en las antípodas del arrebato espectacular y la engatusadora fiesta visual. Sus trabajos se gestan a través de un lento rumiar, en el que la forma y el color se entreveran alternativamente. Unas veces los colores son procreadores de las formas, en tanto otras veces es la forma la que se erige en guía de los colores.

Después de esta primera escueta deducción, entra en juego un cúmulo de pictóricos bienes alodiales que se dan cita a lo largo y a lo ancho de las 41 obras -el trabajo de los tres últimos años-, mostradas en el palacio vitoriano de...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

La pintura de Juan Mieg (Vitoria, 1938) está en las antípodas del arrebato espectacular y la engatusadora fiesta visual. Sus trabajos se gestan a través de un lento rumiar, en el que la forma y el color se entreveran alternativamente. Unas veces los colores son procreadores de las formas, en tanto otras veces es la forma la que se erige en guía de los colores.

Después de esta primera escueta deducción, entra en juego un cúmulo de pictóricos bienes alodiales que se dan cita a lo largo y a lo ancho de las 41 obras -el trabajo de los tres últimos años-, mostradas en el palacio vitoriano de Montehermoso. Podemos hablar de espacios aéreos, de planimetrías, de líneas pespuntadas, de garabatos fluctuantes y los firmes límites que los frenan, de los cientos de colores que corretean por los lienzos, de los múltiples focos de luz que pululan de un lado a otro en cada cuadro, y de tantos y tantos otros hallazgos que suscitan una singular delectación.

Todo esto ha sido elaborado con la más absoluta de las entregas. No hay una sola condescendencia de cara a la galería. Hay una ensimismada paciencia y un amor profundo para conseguir alcanzar el trabajo bien hecho. El resultado final nos lleva a percibir algo así como una fascinante realidad oculta latente. Paul Klee lo llamaba prehistoria de lo visible.

No encuentro nada más apropiado como comparar a Mieg con esos artistas que cambian de estilo para sorprenderse y, tal vez, para no aburrirse. Él no necesita esa clase de estímulos. Bastante tiene con mejorar en cada cuadro los elementos conformantes de su particular visión. Es consciente de que por grande que sea el logro conseguido en cada cuadro, se convierte en una servidumbre, ya que le obliga a otro logro más alto. Para refrendar esa circunstancia se puede comprobar que hay cuadros pintados debajo de algunos cuadros, en un afán por mejorar lo ya hecho.

No obstante, es un pintor que, sin él proponérselo, obliga a los espectadores a que hagan un esfuerzo. No les pone en la retina una cómoda, rápida y acolchada visión. Les ofrece una rica y compleja celosía plástica, sobre la que deben ir descubriendo poco a poco, mirando y pensando, pensando mientras los ojos se adentran en la profundidad de la mirada. ¿Hará falta recordar, una vez más, que al arte se llega poniendo de parte del receptor lo más atento y acucioso que tiene dentro de sí?

Un dato a tener en cuenta es el alto número de obras mostradas por Mieg; sobre todo si tenemos en cuenta que en las exposiciones de las galerías al uso el número de obras es considerablemente menor. Quiere decirse que se ha expuesto -exponer es exponerse- con generosa largueza; y mucho es lo conseguido, mucho.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Archivado En