Crítica:

En busca del tiempo perdido

Para Berie Carr, París no fue precisamente una fiesta. La protagonista de El hospital de ranas (1994), segunda novela de Moore tras la aplaudida Anagramas (1988), disfrutaba de vacaciones y le sobraba el tiempo libre, pero su matrimonio no iba bien y mientras paseaba por la ciudad de la luz su vida se apagaba, perdía sentido, sólo había rutina; su marido, un mero figurante. En fin, que el fracaso estaba a la vuelta de la esquina, como en tantos de los magistrales relatos de Lorrie Moore, la cuentista más celebrada de la actual narrativa norteamericana.

Cuando se publicó ...

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Para Berie Carr, París no fue precisamente una fiesta. La protagonista de El hospital de ranas (1994), segunda novela de Moore tras la aplaudida Anagramas (1988), disfrutaba de vacaciones y le sobraba el tiempo libre, pero su matrimonio no iba bien y mientras paseaba por la ciudad de la luz su vida se apagaba, perdía sentido, sólo había rutina; su marido, un mero figurante. En fin, que el fracaso estaba a la vuelta de la esquina, como en tantos de los magistrales relatos de Lorrie Moore, la cuentista más celebrada de la actual narrativa norteamericana.

Cuando se publicó Pájaros de América en 1998, su volumen de cuentos más célebre, David Lodge escribió que la literatura de la escritora neoyorquina revela "lo extraordinario que hay en las vidas de la gente común". Y la señora Carr es común, como es común su insatisfacción y su marido indiferente, su miedo a la soledad y sus desalentadoras relaciones familiares. ¿Qué es, entonces, lo que de extraordinario surge de la monotonía de su vida? Lo mismo que redimía de su cautiverio doméstico a la señora Dalloway de la señora Woolf, a saber, la introspección y el ejercicio de autoironía ("saqué buenas notas, aprendí las palabras nebuloso y yuxtaposición, gané un premio académico, se me desarrolló el pecho..."), la nostalgia de su adolescencia tanto como el recuerdo vívido de un tiempo mejor, que para Berie es aquel cálido verano de 1972 en el que descubrió la vie en rose junto a su amiga Sils Chaussée, culpable de lo mejor que le ha pasado nunca a una mujer como ella (ver despertar su instinto carnal, saborear la amistad, los donuts, los pintalabios y a Janis Joplin), atrapada ahora en una ciudad de París en blanco y negro que ni siquiera la distrae de sus ensoñaciones. La novela alberga buena parte de los materiales con los que Moore ha ido confeccionando uno de los estilos más personales del actual panorama narrativo, dosis de autobiografía -Horsehearts, el pueblo de las adolescentes Sils y Berie es una copia de Glens Falls, donde nació Moore-, diálogos de envidiable frescura, cercanos a la oralidad, y una óptica feminista que logra que por una vez el universo masculino se vea relegado y asociado para su vergüenza con la violencia nacida de la falta de madurez, proclamada a gritos en la escena de los chicos disparando como energúmenos a las ranitas de charco que luego las chicas, despertado también su instinto maternal, cuidaban en el hospital de ranas que improvisaban mientras denostaban sin descanso al sexo fuerte. El hospital de ranas cuenta con mucho sarcasmo y un ritmo endiablado el paso de la juventud ilusionada y mágica a la madurez desengañada y gris. Es un bildungsroman excéntrico, repleto de imágenes y de agudeza, un regalo que a nos llega diez años después. Pero no es tarde porque la dicha es buena, muy buena.

EL HOSPITAL DE RANAS

Lorrie Moore

Traducción de Libertad Aguilera y Gabriel Dols

Salamandra. Barcelona, 2004

197 páginas. 12,80 euros

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