Columna

Azaña

En su último libro, El lucernario, Juan Goytisolo reivindica la memoria de Azaña. ¿Quién se acuerda de Azaña? Hace unos años el presidente Aznar recibió un curso acelerado de azañismo por parte de sus asesores (asesores que, dicho sea de paso, estaban más cercanos en sus orígenes a Largo Caballero que al autor de La velada de Benicarló). Aquello, para Aznar, debió ser poco más que un sueño de verano. Pero ahora, en pleno invierno preelectoral, ¿quién se acuerda de Azaña? Aquí nuestros políticos se acuerdan solamente del adoquín de Franco, para lanzárselo, naturalmente, como arma ...

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En su último libro, El lucernario, Juan Goytisolo reivindica la memoria de Azaña. ¿Quién se acuerda de Azaña? Hace unos años el presidente Aznar recibió un curso acelerado de azañismo por parte de sus asesores (asesores que, dicho sea de paso, estaban más cercanos en sus orígenes a Largo Caballero que al autor de La velada de Benicarló). Aquello, para Aznar, debió ser poco más que un sueño de verano. Pero ahora, en pleno invierno preelectoral, ¿quién se acuerda de Azaña? Aquí nuestros políticos se acuerdan solamente del adoquín de Franco, para lanzárselo, naturalmente, como arma arrojadiza aunque no venga a cuento. Azaña no interesa lo más mínimo. Y menos todavía leer sus obras, sus Memorias (íntimas y políticas, las que le chorizaron en Ginebra a su cuñado, Cipriano Rivas Cherif) y sus artículos, ensayos y discursos de varia intención.

Goytisolo compara el talante intelectual de Azaña con el de Luis Cernuda. Pero también Aznar se confesó en su día lector de Luis Cernuda, influido tan vez por los consejos de sus amigos poetas. A Felipe González los poetas no le excitaban ni mucho ni poco, y así le fue al final, ya sin el lazarillo machadiano de Alfonso Guerra. Pero Cernuda fue, tiene razón Goytisolo al compararlo con el presidente de la Segunda República, un tipo poco grato a pesar de sus méritos, de su coraje crítico y su rigor ético. Lo que al cabo del tiempo puede sernos más grato en Azaña es quizás su fracaso existencial. El divino fracaso del que hablaba Cansinos Assens. Es el fracaso -sin un adarme épico- lo que humaniza la frialdad aparente de Azaña, su cortesía distante, su racionalidad tan enfrentada al irracionalismo ibérico.

"¡A por el faraón de El Pardo!", arengaba Unamuno en una entrevista poco antes de su muerte. Tampoco Pío Baroja le tragaba. Azaña fue atacado desde todos los frentes. Calumniado a derecha e izquierda, incluso desde el centro. Azaña estaba solo y todos, en el sainete trágico de la guerra civil, estaban contra Azaña. Cobarde, blando y frío. Y sobre todo feo. "Árido de metáforas y lírico de odio", le presenta Foxá en Madrid, de corte a checa. Los retratos de Azaña son siempre degradantes, siempre desfavorables. No tiene buen cartel porque Manuel Azaña es el político incapaz de vender un cartel. Incapaz de vender y de hacer propaganda. Lo dice Goytisolo en su ensayo: la suya es una pasión crítica que va de Jovellanos a Blanco White, una pasión "que trata de consagrar el pensamiento individual frente al pensamiento colectivo, capaz de hacer prevalecer la razón frente al patrioterismo". El 18 de julio de 1938 Azaña pedía a sus compatriotas, en una alocución memorable que ya nadie recuerda, "paz, piedad y perdón". Dice Juan Goytisolo que don Manuel no tiene equivalentes ahora mismo. El patio de la política española está lleno de escolares desaplicados, pero no pasa nada. Ser el primero de la clase, en política, es una hazaña que no se perdona.

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