Crítica:

La otra pasión de Azaña

Empeñado en su tarea de reconstruir el canon de la literatura española de todos los tiempos, Juan Goytisolo ha tropezado en esta ocasión con la gran figura de Manuel Azaña. No sin cierto retraso, desde luego, pues con anterioridad ha visitado, renovándolas, figuras tan fundamentales como el Arcipreste de Hita, Fernando de Rojas, (San) Juan de la Cruz y Blanco White, a quienes ha reivindicado a veces con una evidente tendencia a vertebrar una especie de anticanon, no tan sólo frente al habitual entre todos nosotros, sino del que ya está establecido -creo- en la historia universal....

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Empeñado en su tarea de reconstruir el canon de la literatura española de todos los tiempos, Juan Goytisolo ha tropezado en esta ocasión con la gran figura de Manuel Azaña. No sin cierto retraso, desde luego, pues con anterioridad ha visitado, renovándolas, figuras tan fundamentales como el Arcipreste de Hita, Fernando de Rojas, (San) Juan de la Cruz y Blanco White, a quienes ha reivindicado a veces con una evidente tendencia a vertebrar una especie de anticanon, no tan sólo frente al habitual entre todos nosotros, sino del que ya está establecido -creo- en la historia universal. Se trata de una mirada a veces muy personal, aunque siempre heterodoxa, rebelde, como si su punto de vista no fuera el de un simple emigrado -que lo es- sino el de quien se considera desde muy pronto como alguien ajeno o exterior a nuestras propias esencias más nacionales, a lo que se considera más ligado a nuestra misma identidad de lo español propiamente dicho.

EL LUCERNARIO (LA PASIÓN CRÍTICA DE MANUEL AZAÑA)

Juan Goytisolo

Península. Barcelona, 2004

160 páginas. 16 euros

Por eso mismo digo que su acercamiento a la figura de Azaña llega con un poco de retraso, aunque nunca es tarde si la dicha es buena y Azaña, reivindicado aquí más como escritor que como político (salvo como dramaturgo, pues La Corona no da el mismo peso), es un tema que todavía tenemos pendiente, pues ha sido la figura más perseguida y calumniada de toda nuestra panoplia histórica, tan escandalosamente a veces que todo lo que se diga en su favor será siempre poco. Pues además, cuando las cosas parecen cambiar, al final algunas de las recuperaciones más recientes no dejan de ser operaciones bastante interesadas y por ello no hablo de los falsos intentos de recuperar su figura procedentes de las filas de la actual derecha (Jiménez Losantos, Marco, el propio Aznar) capaces de utilizar un liberalismo republicano de verdad en lugar del actual neoliberalismo neocapitalista triunfante. Todos los neos son cada vez más pardos, desde luego.

No es ésta la postura de Juan Goytisolo, desde luego, que habla del Azaña escritor, sobre todo, más que del político, intentando crear en su favor un consenso mayor. En efecto, Azaña fue un gran escritor, y allí convoca su panegirista un posible acercamiento más puro, pues nadie puede negar la alta categoría literaria de los argumentos aquí manejados, centrados en su traducción de Borrow (La Biblia en España), su primera novela, El jardín de los frailes (la gran novela de desiniciación de nuestra literatura) y la inacabada Fresdeval, que hubiera podido ser la gran narración sobre el caciquismo, aunque frustrada porque sus trabajos políticos impidieron a su autor su debida terminación. Y por último, Goytisolo convoca la obra maestra de Azaña, ese gran diálogo dramático sobre la Guerra Civil que es La velada en Benicarló, su gran testamento político final, que entre el adaptador José Antonio Gabriel y Galán (desaparecido en combate) y el director José Luis Gómez convirtieron en el monumento que hoy tenemos ya en nuestras manos.

Esta reivindicación me pare

ce tan justa como necesaria, pues Manuel Azaña Díaz fue un gran escritor, dueño de una prosa muy hermosa y personal, moderna y de raíces clásicas a la vez, aunque a veces los alegatos de Goytisolo arrimen demasiado el ascua a su sardina y lo cocinen todo a favor de sus propias heterodoxias. El propio subtítulo mismo lo dice: La pasión crítica de Manuel Azaña, que si resulta paralela a la de Juan Goytisolo (la comparación entre los frailes de Azaña y los colegios de curas barceloneses en los que su panegirista se educó en la posguerra franquista es completamente legítima) habría que señalar también algunas diferencias entre ambos afrancesados (y recuerdo a don Gonzalo Torrente Ballester diciéndome que "es una de las mejores maneras de ser un buen español"). Azaña fue un republicano muy tardío -le "construyó la Segunda República y no al revés", dice uno de sus mejores biógrafos, Santos Juliá- que no vino de Pi y Margall sino a través del reformismo de Melquíades Álvarez y de la trampa de Lerroux. Pero lo fue a través de sus influjos franceses y de su antimonarquismo histórico. Pero sí fue un buen resultado histórico puro, limpio, racional (racionalista) y perfectamente democrático, que tuvo en su cabeza y en sus comportamientos personales -no en la práctica- uno de los mejores modelos de Estado que España ha conocido. Hasta su relativa aceptación de las autonomías (incluso la catalana, como lo demuestra en su relación con Carlos Esplá Rizo, uno de sus amigos y colaboradores más fieles, como dije aquí hace tres semanas) lo muestra bastante bien.

Aunque, como final, quiero señalar que aquí leemos la mitad de la pasión crítica de Azaña, pues su figura -como ninguna- no es divisible. En Azaña se unió la pasión literaria con la política, se interpenetraron ambas entre sí de manera indisoluble. Y su otra gran obra -literaria y política a la vez- son esos inconmensurables Diarios que Santos Juliá nos presentó completos hace bastante poco en Editorial Crítica. No tratar de ellos es olvidar una obra maestra de nuestra literatura biográfica, con algunos momentos asombrosos y pienso sobre todo en sus Cuadernos de la Pobleta que son una maravilla de nuestra literatura de todos los tiempos, cuya ignorancia convierte a todo español que no lo lea en un alienado mental. Y, como final añadiré que hay que agradecer al espejo que Manuel Azaña ha tendido a Juan Goytisolo para sacarle de los desiertos de Marraquech en los que su panegirista se había extraviado hace un año para mejor meditar sobre la muerte y el agnosticismo: eso se llama en resumidas cuentas patriotismo.

Manuel Azaña, presidente de la Segunda República española, en su despacho.

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