Columna

Mensajera de paz

En la calle Mayor han abierto una tienda de objetos conmemorativos del enlace matrimonial del Príncipe con Letizia Ortiz. No pude resistirme. Guiada por un impulso entre perverso y kitsch, me fui hasta allí. Bajaba observando las tiendas de souvenirs, las de trajes de novia, y ésas de toda la vida, como las librerías sobre Madrid o la farmacia de la Reina, y pasé por Casa Ciriaco, donde Valle Inclán situó el comienzo del trágico peregrinar nocturno de Max Estrella y la detención del anarquista Mateo Morral. Iba recordando Calle Mayor, la película que Juan Antonio Bardem ro...

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En la calle Mayor han abierto una tienda de objetos conmemorativos del enlace matrimonial del Príncipe con Letizia Ortiz. No pude resistirme. Guiada por un impulso entre perverso y kitsch, me fui hasta allí. Bajaba observando las tiendas de souvenirs, las de trajes de novia, y ésas de toda la vida, como las librerías sobre Madrid o la farmacia de la Reina, y pasé por Casa Ciriaco, donde Valle Inclán situó el comienzo del trágico peregrinar nocturno de Max Estrella y la detención del anarquista Mateo Morral. Iba recordando Calle Mayor, la película que Juan Antonio Bardem rodó en 1956 y que muchos consideran un ajuste de cuentas con el país y la época: la España de la última posguerra. Calle Mayor arriba calle Mayor abajo, la vida gris de una ciudad de provincias queda plasmada en la reiteración de los paseos de sus habitantes, y la miseria espiritual, la opresión moral de la que son víctimas, en la institución religiosa omnipresente: la Catedral. Iba pensando en los obispos de ahora, tan presentes de nuevo en la vida pública. Con parecido ánimo antropológico con que el comunista Bardem logró hacer su película en los ratos en que la Guardia Civil le permitía abandonar los calabozos, yo me acercaba a los alrededores de la Almudena, preguntándome qué clase de gente acudiría a esa tienda de regios souvenirs, de qué tipo serían las personas sinceramente interesadas en tales objetos.

Es probable que, aunque me hubiera jurado a mí misma que no hablaría de la boda de mayo (que no me iría de la lengua), fuera dispuesta a hacer mi ajuste de cuentas particular con mi país y con mi época a través de las bandejitas y los dedales estampados con la cara de los contrayentes. Pero me encontré con una mensajera de la paz. Literalmente.

Abordé a María por su aspecto tranquilo. Estaba allí por curiosidad, porque considera, sin ser monárquica, que la boda real es un hecho histórico, y dijo que la Historia no debe ser olvidada. Dijo que, como mujer divorciada, le gustaba la novia porque es divorciada e hija de divorciados, y que eso representa a la sociedad española actual, que según ella es la misión de la Familia Real. María era tan amable que seguí hablando con ella: sobre el machismo y la ley sálica y sobre la doble moral de los obispos, que van a casar a una divorciada con el futuro Rey de España pero llegan a cuestionar el divorcio en su reciente Directorio de Pastoral Familiar. Fue entonces cuando le pregunté qué opinaba sobre el auto de la juez de Navarra que concede la patria potestad compartida de dos niñas a una pareja de lesbianas, y qué le parecían las declaraciones al respecto de la Conferencia Episcopal, que considera "injusta para los niños" su adopción por parejas gays. Estábamos de pie, en la acera de la calle Mayor, y María no parpadeó. "Yo soy una niña de Mensajeros de la Paz", dijo, "una niña abandonada por sus padres. Viví mi infancia en una casa de acogida. Tengo muy grabado el tema de los niños infelices, porque he sido una de ellas. La sentencia de Pamplona recoge el derecho constitucional de igualdad ante la ley, pero lo maravilloso es que recoge, no sólo un derecho de las madres, sino, sobre todo, un derecho de las niñas. El bien del niño es su felicidad, esté con dos hombres, con dos mujeres o con quien sea".

Mientras yo pensaba en el consenso social de Zapatero, María había empezado a hablarme del Padre Ángel, fundador de Mensajeros de la Paz: "Un ángel de verdad, que se escurrió de entre las manos de Dios para venir al mundo a dar amor a los niños desamparados". Me fui con ella a tomar un café, claro, porque, para entonces, yo me había olvidado de los platitos de filo dorado con la cara de Felipe y de los dedales de Letizia, por los que sólo había sentido un avieso interés de cuyas peligrosas consecuencias me había salvado, angelicalmente, María.

Me contó que la asociación Mensajeros de la Paz (que, por cierto, recibió en 1994 el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia) acoge en "hogares funcionales" a menores privados de ambiente familiar o abandonados y a jóvenes en dificultad social, niños con SIDA, graves deficiencias o enfermedades terminales. Según María, la religiosidad no se impone sino como una transmisión de los valores supremos del amor, la solidaridad y la tolerancia. Algo que sí sonaba a paz, tan lejano a lo que promueven los obispos como lejana sentía yo ya, en plena calle Mayor, la Catedral.

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