Columna

El precio de las sonrisas

Objetivo: escribir una columna periodística con retazos de conversaciones oídas por la calle. Antecedentes: juegos infantiles en los que se redescubre el absurdo.

El intrépido reportero sale pronto de su casa, armado de una pequeña libreta y de un bolígrafo corriente. El día transcurre con aparente normalidad: los caballeros caminan cargando las bolsas de la compra, y las señoras acuden a sus importantísimos puestos ejecutivos. Primer retazo de charla oída a un peatón: "Desde luego, qué diferencias de precios entre supermercados". La comunicación se corta. Cambio. Capto otra señal: se o...

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Objetivo: escribir una columna periodística con retazos de conversaciones oídas por la calle. Antecedentes: juegos infantiles en los que se redescubre el absurdo.

El intrépido reportero sale pronto de su casa, armado de una pequeña libreta y de un bolígrafo corriente. El día transcurre con aparente normalidad: los caballeros caminan cargando las bolsas de la compra, y las señoras acuden a sus importantísimos puestos ejecutivos. Primer retazo de charla oída a un peatón: "Desde luego, qué diferencias de precios entre supermercados". La comunicación se corta. Cambio. Capto otra señal: se oye alto y claro. La mujer hacia la que he apuntado mis antenas manifiesta: "Pero entre Rajoy y Zapatero"... Cambio. Llega a mi longitud de onda una nueva comunicación emitida por otro terrícola: "Sobre todo las anchoas".

Revisemos los resultados, unidos cual culebra conversacional: "Desde luego, qué diferencias entre supermercados, pero entre Rajoy y Zapatero, sobre todo las anchoas". No va mal la cosa. Situemos un sublime punto ortográfico a este nivel. Corto y cambio, pero sigo a la caza de otros fragmentos de vida: "Qué te cuesta una sonrisa", dice un viandante. Cambio y enfoco a otro lado. "¿Cien euros?", exclama un chaval que camina con su amigo examinando un móvil de última generación. "¡Guau!", ladra un perro, que también tiene derecho. Resultado: "Qué te cuesta una sonrisa. ¿Cien euros? ¡Guau!"

Parece mentira, y, por un momento, llego a pensar que lo es. Pero mi bolígrafo se cimbrea hacia otra esquina: un paseante se suena los mocos. Eso no lo apunto, aunque se asemeja a una trompeta. "¡Y él, todo el día tocándose las narices!", dice una dama que pasa a mi lado. Giro nuevamente mi dial auditivo, y lo que escucho es lo siguiente: "Claro, de algo hay que vivir". Anotación personal: ¡Nunca hubiera creído que en una democracia todo el mundo pudiese estar tan de acuerdo!

Resultado final: tras unas cuantas anotaciones de este tipo, retorno a casa y examino los apuntes. El paseo ha merecido la pena: es mejor que utilizar la cinta para andar del gimnasio, en la cual avanzas lo mismo que el vecino de la cinta de al lado, a pesar de que él haya corrido como un gamo enloquecido. Conclusión: no la hay. Como la mayoría de los proyectos, éste no ha servido para nada. Lo único que se puede desprender del experimento es que el aire está fresco, y que el polen de las mimosas flota por ahí. Lo certifican mis ojos enrojecidos, aunque no puedo discernir si están así a causa de tanto polen, o por culpa del precio de las sonrisas.

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