Columna

Basura en el hospital

(De nuestro enviado especial a La Concha). El día 1 de febrero se declaró una huelga de los empleados de la limpieza en el hospital de la Concepción. Con el olfato periodístico que me ha proporcionado innumerables éxitos en mi carrera, llevé tres días antes, a este centro, mi cuerpo para que repararan parte de la osamenta, sustituyendo una pieza inútil por otra de mejor calidad. Las jornadas posteriores al desguace fueron bastante duras. Transcurrieron lentas las últimas de enero cuando aún me preguntaba, con tardía perplejidad, si merecía la pena haberme metido en tan sanguinarios belenes. Me...

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(De nuestro enviado especial a La Concha). El día 1 de febrero se declaró una huelga de los empleados de la limpieza en el hospital de la Concepción. Con el olfato periodístico que me ha proporcionado innumerables éxitos en mi carrera, llevé tres días antes, a este centro, mi cuerpo para que repararan parte de la osamenta, sustituyendo una pieza inútil por otra de mejor calidad. Las jornadas posteriores al desguace fueron bastante duras. Transcurrieron lentas las últimas de enero cuando aún me preguntaba, con tardía perplejidad, si merecía la pena haberme metido en tan sanguinarios belenes. Me encontraba mal, y rodeado de personal eficiente. Primero fue una confusa algarabía, extraña en los silenciosos patios a los que se asoma mi ventana. El primer síntoma vino anunciado por la gangosa proclama de alguien que llevaba el altavoz cantante. Pronto se pasó a las breves e ininteligibles consignas punteadas por el agudo chirriar de docenas de silbatos que confirmaban su finalidad para hacer ruido, mucho ruido. De ahí a las jaculatorias entonadas, a la intervención coral, demostrativa de la capacidad sinfónica y el excelente oído de los trabajadores cabreados.

Pocas dudas persistían de que se trataba de una protesta laboral, lo que no parece muy ajeno al mundo sanitario actual. Durante la duermevela de los tranquilizantes sentí que se encendía, en los confines del estado comatoso, la lamparilla que anuncia el evento próximo, las trompas y cajas que despertaban el espíritu del corresponsal periodístico que fui en la juventud. Exploré con cautela la opinión de las numerosas personas que entran y salen de la habitación de un recién operado. Estaban en huelga las 155 personas que limpiaban y aseaban el hospital, uno de los grandes de Madrid. Mi invalidez impedía que pudiera desplazarme a los centros neurálgicos del conflicto que, al tercer día, tuvo solución al ser enviado al departamento de rehabilitación en silla de ruedas, conducida con diligencia casi temeraria por un fornido enfermero vestido de blanco. Por un instante pude creerme a bordo del sidecar de una motocicleta alemana, sorteando senderos de barro hasta algún puesto de mando en el frente del Este.

Suponía descender varios pisos en distintos ascensores, transitar por largos pasillos, bordear rotondas y cruzar espacios donde esperaban gentes perdidas en el dolor ajeno. Las paredes estaban maculadas por brochazos y groseras pinceladas azules, el color emblemático del centro. Incluían puertas de acceso a recintos de radiología, oncología, diálisis, etcétera. En algunas zonas, los muros lucían un elegante y resistente empapelado que aparece raído, arrancado con escrupulosa furia en los raids nocturnos. Parecen calles en la madrugada de un carnaval multitudinario, con todos los detritus que es capaz de generar una masa vandálica. Ha habido una meticulosa siembra de papel impreso y troceado, como la que se desparrama en los aeropuertos. Cuando hay conflicto público de limpieza, lo primero que se hace es emporcarlo todo. Con tal lógica se expresaba una huelguista, y esperemos que este ejemplo no lleve a peligrosísimas deducciones entre los bomberos.

Los flancos del gran hospital siguen su afanoso y hondo jadeo. Nacen niños, se despachan urgencias, en los quirófanos se remiendan cuerpos, las tareas docentes e investigadoras intentan mantener el ritmo, se apaga, se prolonga la vida en este cortijo de los milagros que se ha corrompido peligrosamente en dos semanas. Ordeno las breves notas en mi cuaderno de reporter Tribulete. El centenar y medio de empleados lo son de una empresa subarrendadora, con fecha límite en contratos temporales. A primeros de año se anunciaron los despidos, consumiéndose los plazos de negociación. El destino de La Concha ya era precario hace algunos años y la Administración comunitaria, al parecer, dejó pudrirse el problema y que los acreedores amenazaran con el embargo. Se ha elegido una fórmula que no parece buena: la enajenación a una empresa norteamericana, y no se puede nadie sorprender de que sus fines sean lucrativos. Ahora es un pulso entre gente desesperada por la pérdida del empleo y una Administración acoquinada. En el principio, la Consejería de Sanidad tuvo el tupé de afirmar que el servicio era correcto, aunque se había detectado "suciedad intencionada...". Símil hermano de los célebres "daños colaterales". Entre las muchas pancartas, una con ribetes de infamia: "Solución o infección".

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