Columna

Malas calles

Una de las primeras decisiones que tomaron los vencedores de nuestra última guerra civil fue la cambiar los nombres de las calles para expurgar del callejero a los vencidos y borrar de la memoria de media España el recuerdo de la otra mitad, y dejarles sin sus héroes, sus próceres o sus mitos. Operación de limpieza ética a la que se aplicaron, con minuciosidad y saña, grises funcionarios en siniestros cubículos, personajes dignos de la imaginación de George Orwell, que aún no había publicado su terrible antiutopía, cifrada 1984.

En los primeros días de la más larga postguera que ...

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Una de las primeras decisiones que tomaron los vencedores de nuestra última guerra civil fue la cambiar los nombres de las calles para expurgar del callejero a los vencidos y borrar de la memoria de media España el recuerdo de la otra mitad, y dejarles sin sus héroes, sus próceres o sus mitos. Operación de limpieza ética a la que se aplicaron, con minuciosidad y saña, grises funcionarios en siniestros cubículos, personajes dignos de la imaginación de George Orwell, que aún no había publicado su terrible antiutopía, cifrada 1984.

En los primeros días de la más larga postguera que conoció la historia (1939-1975), La Codorniz, de Mihura y Tono, propuso a sus lectores y a las autoridades competentes un ingenioso plan para acabar de una vez con la molesta costumbre, generadora de infinitos problemas, confusiones y extravíos, de cambiar la nomenclatura callejera cada vez que la historia daba un vuelco.

Dejemos los nombres, venía a decir "la revista más audaz para el lector más inteligente", y pongamos adjetivos infamantes. Por ejemplo, si se quiere castigar al general Mengánez que se equivocó de bando y perdió la guerra, no hace falta quitarle la calle y crear nuevos quebraderos de cabeza, basta con rebautizarla como Avenida del malvado general Mengánez.

Aún quedan en muchas ciudades y pueblos de España, y por supuesto sin adjetivar, nombres odiosos y malvados colgados en las esquinas, símbolos de oprobio que resultan ofensivos para la memoria. En los inicios de la Transición se procedió también a una limpia que muchas veces se limitó a devolver las calles a sus anteriores dueños después del largo exilio.

La Avenida de José Antonio volvía a ser la Gran Vía que nunca dejó de ser, porque los madrileños hicieron caso omiso de la usurpación, y los vecinos de Chamberí siguieron llamando Paseo de Santa Engracia, a García Morato y Abascal a General Sanjurjo. Entre los casos más recalcitrantes podría citarse el de la calle Ortega y Gasset que los más viejos del lugar siguen llamando Lista. No caben dudas sobre los merecimientos del autor de La rebelión de las masas para sentar cátedra en el callejero del barrio de Salamanca pero no tenía que haber sido en desmedro de otro catedrático insigne, don Alberto Lista, sacerdote católico, político progresista y escritor que ya había vivido en carne mortal las asperezas del exilio.

Los Gobiernos del Partido Popular, consecuentes con su inconsecuencia, siguen echando tierra sobre nuestra memoria histórica más reciente con una mano mientras que, con la otra, se tapan los ojos para hacer la vista gorda sobre la pervivencia de símbolos y nombres heredados de ese franquismo que nunca existió para sus ojos.

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Congruentes con su incongruencia, los populares del Ayuntamiento de Madrid acaban de negarle una calle a Salvador Allende en Carabanchel y se la quieren poner al Alcázar de Toledo, símbolo de supuestas epopeyas parricidas y fratricidas, sin olvidarse de incluir en la lista de nuevos callejeados a dos alcaldes de la postguerra franquista. Entre sus propuestas también figuran dedicarle una vía a la peseta y al menos un callejón a la calderilla, dos muestras de su peculiar y apolillado sentido del humor, ínfimo humor de perra gorda.

Las mejores humoradas del callejero son las que surgen de forma espontánea sin que nadie las proponga o se las proponga. Hace unos años, por ejemplo, la embajada rusa estuvo a punto de instalar su nueva sede en un solar de la calle Caídos de la División Azul, siniestro sarcasmo. En otra ironía impremeditada a finales de los años setenta, un avispado alcalde dedicó una plaza del barrio de Chamartín, al sha de Persia unos meses antes de que fuera derrocado. La plaza del Emperador del Irán, en una rápida reconversión, pasó a llamarse del presidente Lázaro Cárdenas, político mexicano, impulsor de la reforma agraria, que nacionalizó el petróleo y protegió a los exiliados republicanos españoles.

Pero no conviene extenderse mucho en su biografía, no vaya a ser que los que descallejaron a Salvador Allende quieran darnos otra lección de Historia y carguen contra don Lázaro.

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