Crítica:

El horror y su iconografía

La obra, y creo que la vida, de Susan Sontag es un diálogo consigo misma que incluye la refutación. Esta capacidad autocrítica, en absoluto enfática, tan cercana a la relación que la mayoría de científicos mantienen con su trabajo y el de sus colegas, y mucho más rara entre las gentes de letras, añade interés a un trabajo intelectual que, repartido entre ensayos y novelas, está entre los más libres y útiles de la cultura norteamericana de las últimas décadas. Ante el dolor de los demás, su último ensayo, sólida y sutilmente traducido al castellano por Aurelio Major, recorre la represent...

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La obra, y creo que la vida, de Susan Sontag es un diálogo consigo misma que incluye la refutación. Esta capacidad autocrítica, en absoluto enfática, tan cercana a la relación que la mayoría de científicos mantienen con su trabajo y el de sus colegas, y mucho más rara entre las gentes de letras, añade interés a un trabajo intelectual que, repartido entre ensayos y novelas, está entre los más libres y útiles de la cultura norteamericana de las últimas décadas. Ante el dolor de los demás, su último ensayo, sólida y sutilmente traducido al castellano por Aurelio Major, recorre la representación iconográfica del dolor, de Goya a Warhol o de Capa a Nachtwey.

Los virajes de ese recorrido penetran en algunos de los grandes debates contemporáneos sobre la representación mediática. El primero alude a los efectos de la exhibición del dolor. En uno de los célebres ensayos de Sobre la fotografía, Sontag sostenía que "la exposición reiterada del acontecimiento" -en referencia especial al acontecimiento de la muerte- lo volvía "irreal". De su ensayo arrancó una idée reçue, aún vigente en las redacciones de medio mundo, según la cual la insistencia en el dolor acababa limitando "nuestra capacidad reactiva", dicho sea en las propias palabras de Sontag. Ahora, treinta años después, ella se pregunta: "¿Qué es lo que se está pidiendo en realidad? ¿Que las imágenes de la carnicería se limiten a, digamos, una vez por semana? En sentido más general, ¿que porfiemos en lo que pedí en Sobre la fotografía: '¿Una ecología de las imágenes?". Me parece irrevocable la forma con que Sontag se contesta. Una lúcida lápida: "No habrá ecología de las imágenes. Ningún Comité de Guardianes racionaría el horror en aras de mantener plena su capacidad de conmoción. Y los horrores mismos no se atenuarían".

ANTE EL DOLOR DE LOS DEMÁS

Susan Sontag

Traducción de Aurelio Major

Alfaguara. Madrid, 2003

160 páginas. 10 euros

Sontag encara seguidamente otro lugar ya común, habitado por gentes como Guy Debord o Baudrillard y en el que algo injustamente sitúa también a André Glucksmann. Es decir, la conocida françoisserie según la cual la realidad ha "abdicado" y de ella sólo quedan representaciones espectaculares. Atina Sontag al hacer descender de modo vertiginoso el vuelo de esas altas metáforas vacuas mediante el simple procedimiento de hacer que sean denotadas (detonadas) por las víctimas. Por los cien mil cadáveres iraquíes, por ejemplo, a los que Baudrillard anunció, campanudo, desde la provincia francesa, que "la Guerra del Golfo no había tenido lugar". Apuntilla Sontag: "Los informes sobre la muerte de la realidad -como la muerte de la razón, la muerte del intelectual, la muerte de la literatura seria- parecen haber sido aceptados sin mucha reflexión por las personas innumerables que intentan comprender lo que parece mal, vacuo o estúpidamente triunfalista en la política y la cultura contemporáneas".

Sontag ha dicho en algún lu-

gar que este libro trata de la guerra antes que de su representación. Es posible. Justamente lo que me parece menos convincente de su ensayo alude a la presunta incapacidad de narrarla. La guerra. Sontag vivió el asedio de Sarajevo. Está segura de que todos los que lo vivieron saben que jamás podrán contarlo. Así acaba su libro: "No podemos entenderlo, no podemos imaginarlo. Es lo que cada soldado, cada periodista, cooperante y observador independiente que ha pasado tiempo bajo el fuego, y ha tenido la suerte de eludir la muerte que ha fulminado a otros a su lado, siente con terquedad. Y tiene razón". Hay argumentos que sostienen, aparentemente, este punto de vista. La propia obstinación del hombre en la guerra no es el menos poderoso. Pero aceptar lo inefable -y la guerra como su expresión más alta- sería una forma alambicada, aunque segura, de darle la razón a Baudrillard. Si el arte abdica, abdica lo real. "La salmodia de lo inefable", como la llamaba Carmen Martín Gaite, ha sido declinada a lo largo de muchas generaciones. Auschwitz. El Gulag. Hay pocas dudas de que se trata del himno identitario del Mal y es inconcebible que la lúcida y bondadosa Sontag -aun aceptando que pasó por una guerra- lo coree.

Varios soldados velan el cadáver de un compañero muerto en Sarajevo, Bosnia, en 1995.GERVASIO SÁNCHEZ

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