Tribuna:EL DEBATE SOBRE LA CIUDADANÍA

¿Europa?

El proyecto de Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa establece que toda persona que ostente la nacionalidad de un Estado miembro posee también la ciudadanía de la UE. En sus aspectos esenciales, esta ciudadanía se concreta en la libertad de circulación y residencia en la Unión y en el derecho de sufragio en algunos procesos electorales, concretamente en las elecciones al Parlamento Europeo y en las elecciones municipales del Estado de residencia.

A menos que nos dejemos llevar por un espejismo, las perspectivas que nos ofrece en materia de ciudadanía el proyecto d...

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El proyecto de Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa establece que toda persona que ostente la nacionalidad de un Estado miembro posee también la ciudadanía de la UE. En sus aspectos esenciales, esta ciudadanía se concreta en la libertad de circulación y residencia en la Unión y en el derecho de sufragio en algunos procesos electorales, concretamente en las elecciones al Parlamento Europeo y en las elecciones municipales del Estado de residencia.

A menos que nos dejemos llevar por un espejismo, las perspectivas que nos ofrece en materia de ciudadanía el proyecto de Constitución europea resultan más bien descorazonadoras. En términos políticos, tras su aprobación seguiremos siendo, como hasta ahora, ciudadanos sin plenos derechos en la mayor parte del territorio europeo. En el referéndum para ratificar el Tratado constituyente de la nueva Europa nos enfrentaremos, pues, a una auténtica contradicción: aprobar con nuestro voto, y en nombre de los ideales universalistas, un proyecto que en la práctica acentuará nuestra alienación política, transfiriendo a terceros poder de decisión sobre nosotros mismos sin que esos terceros nos reconozcan como ciudadanos con igualdad de derechos en su territorio.

Lo que nos ofrece la Constitución europea en términos de ciudadanía es descorazonador

La concepción que se desarrolla en la propuesta constitucional de la Convención subordina la perspectiva de una plena ciudadanía en Europa al derecho de los Estados a seguir limitándola en su territorio a los que consideran sus nacionales. Lejos de avanzar en la perspectiva de una ciudadanía universal en Europa, en el contexto del proceso de ampliación, el proyecto de la Convención acentúa incluso la importancia real del principio de nacionalidad. Al cerrar los ojos ante la realidad de algunas de las repúblicas bálticas, por ejemplo, el proyecto legitima su política de retirada de la nacionalidad, y con ello de la ciudadanía estatal y europea, a una parte de la población como consecuencia de los cambios producidos en el sistema de fronteras. No puede negarse que la propuesta de Constitución europea representa una efectiva apertura hacia la universalidad, conectando con los ideales más profundos de la Ilustración. Pero, al modo de Herder, asocia esta universalidad a la colaboración entre pueblos dueños de su territorio, internamente dedicados al cultivo de su propio ser nacional y libres de negar ciertos derechos políticos básicos al resto de los europeos.

Este modelo de ciudadanía europea, que en algunos casos da carta de legitimidad a la exclusión étnica, tiene su origen en la configuración de los Estados europeos en torno a la integración de los conceptos de territorio, nación -en el sentido etno-cultural- y Estado. La disolución la URSS, Yugoslavia o Checoslovaquia no constituye, en este contexto, sino un episodio más en el proceso aparentemente imparable de unificación entre Estado y nación etno-cultural en Europa. Este proceso refleja el fracaso de los modelos estatales plurinacionales en el continente, una realidad que ofrece más pistas para entender la Europa actual que el último medio siglo de integración política y económica. Contrariamente a lo que muchos afirman, el proyecto de la Convención en ningún caso pone en duda el paradigma etno-nacional dominante en los Estados. De ahí la contradicción de una Europa que dice aspirar a la unidad pero que se niega a reconocer todos los derechos políticos -y en todo su territorio- a sus ciudadanos.

La propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi presentada por el lehendakari Ibarretxe se enmarca sin duda en la definición de pueblo y de nación dominante en Europa. La constitución de esa Comunidad se presenta sobre todo como la expresión de una particular nacionalidad, en este caso la vasca. Sin embargo, la concepción de la nación que se impone en esta propuesta es más abierta que la que nos presenta la Convención europea, admitiendo en la práctica que la residencia constituya la base real de acceso tanto a la ciudadanía como a la nacionalidad. A pesar de las acusaciones de etnicismo, la mayoría del nacionalismo vasco ha asimilado algo que no han entendido aún muchos nacionalistas de la vieja Europa: que las formas políticas que corresponden a las sociedades modernas, si quieren insistir en su dimensión ciudadana, deben aceptar el principio de residencia como base para el acceso a los derechos en el territorio.

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Desde una perspectiva abierta al principio de ciudadanía universal en Europa, al lehendakari sólo le falta convicción para dar un último paso necesario, el que supone aceptar la posibilidad de una plena ciudadanía política en Euskadi que no venga asociada a la nacionalidad vasca sino a cualquier otra nacionalidad española o europea. Como en la Europa de la Convención, el nuevo modelo de Estatuto no asume con naturalidad la posibilidad de una plena ciudadanía en el territorio basada sólo en la residencia y plenamente separada del principio de nacionalidad territorial. Claro que esto tendría importantes implicaciones desde una perspectiva nacionalista. Porque la limitación de ciudadanía que establece el proyecto de Constitución europea no sólo nos niega el derecho de sufragio en las elecciones al Parlamento nacional de los Estados de los que no seamos ciudadanos, también nos sitúa al margen de los derechos y libertades garantizados por el Consejo de Europa para la protección de las minorías. La idea de ciudadanía y nacionalidad asociada a la residencia que plantea el nuevo Estatuto para Euskadi trata de obviar, sin conseguirlo, la cuestión, aún sin resolver en Europa, de los derechos de las minorías nacionales. Un problema que sí resolvía en cambio el anterior pacto estatutario, al integrar -y no sólo hacer compatible- el concepto de nacionalidad vasca con el de nación española.

Como en otros periodos de la historia, la izquierda española vuelve a enfrentarse a las demandas de realización política de las nacionalidades. Al definir su futura estrategia convendría que evitara dos errores. El primero sería no reconocer que el nacionalismo mayoritario propone en Euskadi una solución diferente a la impuesta por los nacionalismos que recompusieron el mapa estatal de Europa el siglo pasado-. El segundo consistiría en infravalorar las consecuencias desestabilizadoras de la definitiva ruptura del consenso y de la convivencia, olvidando que ninguna de las actuales instituciones está en condiciones de garantizar una situación de estabilidad democrática en la nueva escena política que pudiera surgir al otro lado del desacuerdo. Sería por tanto conveniente que no se negara a explorar algún nuevo escenario pactado, capaz de mantener niveles suficientes de integración política en Euskadi y en España. En ese ejercicio de imaginación le conviene saber que no podrá escudarse en Europa. La definición de una vía de convivencia en sociedades plurinacionales no la encontrará ni en la historia europea del siglo XX ni en el modelo de nación y de ciudadanía europea que reflejan las actuales propuestas de la Convención.

Luis Sanzo es sociólogo.

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