Tribuna:

Diario del porvenir

Los dietarios, esos cuadernos de cada día, satisfacen dos necesidades humanas, la de perseverar y la de cambiar, la de lo intacto y la de lo inédito: son el registro de lo ordinario, de esas fidelidades arraigadas que nos hacen previsibles, pero son también una promesa de existencia, de esos instantes que suceden y que anotan un futuro que aún está por vivir. El diario es un género muy respetable y ha sido cultivado para desnudar el yo sometiéndolo a escrutinio; también ha servido para hacer públicas las observaciones de lo que siendo propio es a la vez externo y defensivo; finalmente, el diet...

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Los dietarios, esos cuadernos de cada día, satisfacen dos necesidades humanas, la de perseverar y la de cambiar, la de lo intacto y la de lo inédito: son el registro de lo ordinario, de esas fidelidades arraigadas que nos hacen previsibles, pero son también una promesa de existencia, de esos instantes que suceden y que anotan un futuro que aún está por vivir. El diario es un género muy respetable y ha sido cultivado para desnudar el yo sometiéndolo a escrutinio; también ha servido para hacer públicas las observaciones de lo que siendo propio es a la vez externo y defensivo; finalmente, el dietario se ha empleado para hacer mixturas y aleaciones de lo real y lo fantaseado, de lo sucedido y lo conjeturado. Aunque hay muchas posibilidades, contemplo ahora esas tres que he mencionado. Así, hay, en primer lugar, autores que se inclinan por revelar lo más íntimo y doloroso con impudicia, con saña incluso. Pienso, por ejemplo, en el Retrato del artista en 1956, de Jaime Gil de Biedma, en donde el narrador se exhibe sin velos, al menos en apariencia, haciendo gala de su salaz sexualidad, mostrando una lujuria irrefrenable que sólo contendrá la postración: el retiro obligado del poeta seriamente enfermo.

Hay otros escritores, por el contrario, que cuando hablan de sí mismos prefieren revelar únicamente sus recursos, su aprendizaje, sus logros intelectuales, evitando por timidez las urgencias lúbricas de cada jornada. Pienso, en este caso, en Joan Fuster, quien cuando prologaba su Diari, 1952-1960 decía dudar de que un autor pudiera llegar a producir alguna vez un solo papel que fuera íntimo de verdad. La intimidad, añadía, "acostumbra a ser taciturna, casi silenciosa; en todo caso, es muy poco amiga de confiarse a la letra. No importa, pues, que a veces el tema del escrito sea muy personal, emplazado en las miserias o en las alegrías más secretas del autor". Desde el momento en que escribe, "ya sabe que se proyecta de cara al público: en el fondo, lo busca". Si a veces adopta algunas cautelas, será por puro trámite o por evitar males mayores. "No, no hay literatura íntima", apostillaba.

Y hay, en tercer lugar, el género diarístico tal como lo hizo suyo Josep Pla en algunos de sus dietarios más celebrados. El quadern gris o Madrid. L'adveniment de la república, por ejemplo, mezclan revelaciones personales, recreaciones imaginativas, fantasías dudosas, observaciones y crónicas de actualidad. Hallamos en estos libros páginas en las que el escritor ampurdanés rehace su yo y lo reviste, y páginas en las que a la vez menciona el mundo y lo recrea con la palabra, con la celebración y con el denuesto. Al nombrar las cosas les otorgamos significado y al hacerlo así ordenamos lo real, lo encajamos como pieza de un todo coherente. Hay préstamos y repeticiones, recursos que nos legan nuestros mayores o la colectividad de la que formamos parte, y hay hallazgos propios, audacias expresivas con las que designamos lo que ocurre, dándoles novedad y un sentido distinto. Leer ahora el dietario antirrepublicano de Josep Pla, que EL PAÍS entregó días atrás en versión de Xavier Pericay, produce una extraña desazón, un sentimiento raro, muy raro. Habla un cronista sagaz, a sueldo de Francesc Cambó, y habla repartiendo maldades y mandobles. Publicadas originariamente en 1933, nada en sus palabras irónicas auguraba lo peor; nada en sus páginas revelaba la premonición de una catástrofe. Retrata, describe, enjuicia, valora, enumera, hace la crónica agridulce, finalmente amarga, del día a día. En el dietario de Pla hay un observador que contempla el mundo con distancia y con avaricia, con vehemencia y con sorna. "Yo no creo que el escritor sea portador de ningún mensaje personal, exclusivo", admite en algún otro libro. "Ésta es la última forma del romanticismo literario -la más pretenciosa y pueril que el romanticismo literario ha producido-. Lo que yo creo, por el contrario, es que el escritor tiene una responsabilidad total ante la época que le ha tocado vivir. La primera obligación de un escritor es observar, relatar, manifestar la época que le ha tocado vivir", dice este genial embustero. "Eso es infinitamente más importante que las inútiles y estériles tentativas por llegar a una originalidad salvaje y primigenia", concluye.

Pero al tiempo que escribía el reportaje de la vida madrileña, tan cambiada, con ese apresuramiento tan moderno, con un confort material tan felizmente hedonista, el Pla seguidor de Cambó daba por hecho el porvenir del nuevo régimen. Poco tiempo después de decir lo que dijo, la república era derribada, entre las acometidas delictivas de sus adversarios, la ceguera de los partidarios, el estrépito y la furia de las ideologías y el fracaso de los diagnósticos. Necesitamos novedades, sucesos inauditos que ventilen el aire remansado de lo obvio, pero necesitamos también hábitos, repeticiones del devenir que nos aten y alivien la incertidumbre. Vista la historia desde hoy todo su proceso parece obvio y su curso, inevitable. Sin embargo, nada hay garantizado de antemano y cualquier cosa alcanzada, cualquier bien por modesto que sea o cualquier ventaja tenazmente conquistada pueden extinguirse, malograrse, como esa alegría republicana con que Madrid festejaba el nuevo régimen y que luego acabó en amargura. Creemos posible hacernos un destino y de repente descubrimos que todo designio sólo es un privilegio fortuito o una chiripa menuda. Todo aquello que importa, como el amor, como la democracia, como la mejora personal, tarda en llegar, hay que acarrearlo y, una vez logrado, puede perderse. No sabemos qué nos espera y ese hecho trivial cobra retrospectivamente un dramatismo fatal, un augurio de desastre. Qué impresión da leer esta crónica republicana, qué felicidad se perdió, qué alocada inconsciencia la de sus beneficiarios.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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