Columna

La idea apestada

En esta vida todo ocupa un espacio y, en consecuencia, todo deja una marca; de forma que, si sabes dónde mirar, puedes ver lo invisible. De alguna manera, puedes verlo o, al menos, lo puedes vislumbrar. Estos días, mientras viajo por Italia, me dedico a buscar por las ciudades el azulado rastro del escritor y cineasta Pier Paolo Pasolini; voy de su casa natal en Bolonia y la de su infancia en Casarsa a la librería Palmaverde, en Módena, donde fundó la revista Officina y donde aún puedes hablar con su camarada Roberto Roversi; de sus sitios predilectos de Milán, Sassuolo y Florencia a un...

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En esta vida todo ocupa un espacio y, en consecuencia, todo deja una marca; de forma que, si sabes dónde mirar, puedes ver lo invisible. De alguna manera, puedes verlo o, al menos, lo puedes vislumbrar. Estos días, mientras viajo por Italia, me dedico a buscar por las ciudades el azulado rastro del escritor y cineasta Pier Paolo Pasolini; voy de su casa natal en Bolonia y la de su infancia en Casarsa a la librería Palmaverde, en Módena, donde fundó la revista Officina y donde aún puedes hablar con su camarada Roberto Roversi; de sus sitios predilectos de Milán, Sassuolo y Florencia a un café de Venecia en el que pasó muchas tardes en los tiempos del estreno de Accatone y de Mamma Roma; o me acerco al lugar mil veces maldito de la playa de Ostia, muy cerca de Roma, en que lo asesinaron. Pasolini era una persona independiente que nunca cupo dentro de ninguna bandera; un tipo molesto, provocador, radical. Es decir, casi un suicida. Nadie lo quiso entonces, muy pocos lo quieren aún y una buena parte de sus ideas sobre el cine, la literatura y la política, están proscritas. Pronuncias el nombre de Pier Paolo Pasolini, mencionas un verso de Las cenizas de Gramsci o un diálogo de Teorema y muchos sonríen con conmiseración, con una boca llena de alambradas. Me gusta que cierta gente sonría al escuchar nombres como el de Pasolini, Neruda, Eluard o el de Alberti, porque así sé de quién no debo fiarme.

Pensando en la Italia de Pasolini, recordé que el autor de El evangelio según San Mateo había presentado en Roma la versión italiana de la obra maestra de Alberti, Sobre los ángeles, y me puse a pensar en la primera España de Alberti, la anterior al Funeralísimo, y en la manera en que han desaparecido o han sido vaciadas las ideas en que creyeron aquellos poetas de la República, desde el propio Alberti a Luis Cernuda y casi Lorca, de Guillén a Salinas, Bergamín, Altolaguirre y Concha Méndez, Emilio Prados... Es curioso, se cita tanto la literatura de la famosa generación del 27 pero se han apartado malintencionadamente las ideas en que se sustentaron sus obras y por las que, en muchos casos, fueron asesinados o sufrieron el exilio, la muerte lejana y, durante décadas, la censura, el desprestigio y el abandono.

Imagino que pudiera meterse a Pasolini o a los escritores de la generación del 27 en una máquina del tiempo y que hubiesen participado, de algún modo, en la recién acabada campaña electoral en Madrid. Lo habrían tenido difícil, precisamente por su condición de hombres de ideas, porque la verdad es que en la política actual, las ideas son un bien escaso y hasta se diría que indeseable. Se han escuchado promesas, proyectos y, cómo no, el fuego cruzado de los insultos; pero ¿y las ideas, qué fue de ellas? Ni siquiera el hecho escandaloso de que las elecciones a la Comunidad de Madrid hayan sido celebreadas dos veces y las sospechas de sobornos, mafias y golpes de Estado municipales le hayan dado al todo un leve olor a carroña, ha hecho que se les vieran a los candidatos las ideas, porque la política se ha convertido en el lugar de los discursos huecos y los políticos en unos simples gestores que desprecian cualquier tipo de discusión intelectual y se dedican a ofrecer servicios concretos a los ciudadanos. La izquierda, que debería ser, en buena lógica, el vivero de las ideas y oponer esas ideas a la retórica de los hechos y provechos que caracteriza a sus rivales, ha entrado en el juego y, en consecuencia, hoy día una campaña electoral se reduce a lo siguiente: si un candidato propone 10 nuevos kilómetros de metro, el otro jura que hará 20; si uno ofrece un hospital, el otro se compromete a construir dos; si el primero anuncia que bajará los impuestos el 2%, el segundo se apresura a prometer que los reducirá el 4%, etcétera. Todo lo demás ha desaparecido.

Quizá ésa sea, por encima de cualquier otra, la lección que deba aprender la izquierda: perderá una y otra vez, en Madrid o en donde sea y pase lo que pase, mientras compita con los conservadores en su propio terreno y con su propio balón, en esa carrera a ver quien es más peronista, más demagogo; a ver quién promete una carretera más, dos universidades más, 3.000 policías más. La esperanza de la izquierda está en las ideas. Esas ideas sobre la igualdad, la justicia, la libertad o el progreso humanista por las que mataron a Pasolini y que uno puede encontrar en sus películas y en sus libros. Esas ideas a las que tanto temen los conservadores.

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