Tribuna:

El alma de una nación

Hace poco, unos amigos me enviaron dos fotografías de Aung San Suu Kyi. La lucha pacífica de esta mujer por la libertad de sus conciudadanos habita en mi alma como sombrío recordatorio de nuestras luchas contra los regímenes totalitarios de Europa central y del Este. Nuestra nación, la República Checa, junto con todo el mundo libre, observó con gran preocupación la negativa de la junta de Myanmar a ceder el poder y la posterior intervención brutal para reprimir la protesta de sus ciudadanos tras la victoria de la Liga para la Democracia de Suu Kyi en las elecciones celebradas en Myanmar en 199...

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Hace poco, unos amigos me enviaron dos fotografías de Aung San Suu Kyi. La lucha pacífica de esta mujer por la libertad de sus conciudadanos habita en mi alma como sombrío recordatorio de nuestras luchas contra los regímenes totalitarios de Europa central y del Este. Nuestra nación, la República Checa, junto con todo el mundo libre, observó con gran preocupación la negativa de la junta de Myanmar a ceder el poder y la posterior intervención brutal para reprimir la protesta de sus ciudadanos tras la victoria de la Liga para la Democracia de Suu Kyi en las elecciones celebradas en Myanmar en 1990.

Las autoridades de Myanmar no empezaron a permitirle moverse por el país hasta hace un año. Fue entonces cuando se tomaron las fotos que tanto han captado mi interés. A pesar de que se haya prohibido informar sobre ella, y a pesar de las intimidaciones de la Junta, el pueblo myanma siempre ha conocido su presencia por el boca a boca, y miles y miles de ciudadanos han superado su temor y se han reunido en cada ocasión para escucharla. He visto también otras fotos que mostraban a hombres uniformados que exigen ser agasajados como si fueran reyes antiguos, apareciendo ante audiencias orquestadas que delatan sus motivaciones de temor y resignación. Estos hombres -armados hasta los dientes- tiemblan a la vista de personas desarmadas que superan su propio miedo y dan ejemplo a los demás. Les aterrorizaba tanto ver fotos de las multitudes vitoreando a Suu Kyi que bloquearon la carretera, mataron a muchos de sus seguidores y la detuvieron en mayo. Quizá estén absurdamente convencidos, como muchos otros dictadores, de que su ingrata nación no ve lo que ellos hacen.

Recuerdo que durante décadas, a mis amigos y a mí los visitantes de países democráticos nos preguntaban: "¿Cómo podéis vosotros, un mero puñado de individuos indefensos, cambiar el régimen, cuando el régimen tiene en su mano todos los instrumentos del poder: el Ejército, la policía y los medios de comunicación; cuando puede organizar gigantescas marchas para reflejar el respaldo de su gente ante el mundo; cuando hay fotos de los dirigentes por todas partes y cualquier esfuerzo por resistir parece desesperado y quijotesco?". Mi respuesta era que resultaba imposible ver con claridad el interior, observar el verdadero espíritu de la sociedad y de su potencial; imposible porque todo estaba falseado. En tales circunstancias, nadie puede percibir los movimientos y los procesos internos, subterráneos, que se están produciendo. Nadie puede determinar el tamaño de la bola de nieve necesaria para iniciar la avalancha que conducirá a la desintegración del régimen.

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Muchos políticos del mundo libre son partidarios de una colaboración aparentemente pragmática con los regímenes represores. Durante el comunismo, algunos políticos occidentales prefirieron tranquilizar a los secuaces checoslovacos apuntalados por los tanques soviéticos en lugar de mantener contactos con un puñado de disidentes. Estos dirigentes occidentales partidarios del statu quo se comportaban, voluntariamente, como esas desgraciadas personas que se veían obligadas a participar en las masivas marchas del Gobierno: permitían que el régimen totalitario les dictara con quién reunirse y qué decir. En esa época, gente como el presidente francés François Mitterrand y el ministro de Asuntos Exteriores holandés Max van der Stoel salvaron la cara de las democracias occidentales hablando y actuando con claridad. De la misma forma, políticos como el primer ministro japonés Junichiro Koizumi y el secretario de Asuntos Exteriores filipino Blas Ople redimen la reputación asiática al no dudar en decir la verdad. El régimen de Myanmar es, de hecho, la desgracia de Asia, de la misma forma que el de Alexander Lukashenko en Bielorrusia es la desgracia de Europa, y el de Fidel Castro en Cuba es la desgracia de Latinoamérica.

En Myanmar, miles de vidas humanas han sido destruidas, centenares de personas con talento están exiliadas o encarceladas y se ha sembrado una profunda desconfianza entre los diversos grupos étnicos. Sin embargo, la sociedad humana es una criatura misteriosa y no sirve de nada confiar en el rostro público que presenta en un momento determinado. Miles de personas dieron la bienvenida a Suu Kyi en sus giras, probando que la nación myanma no está subyugada ni es pesimista y descreída. Oculta tras la máscara de apatía, hay una energía insospechada y una gran carga humana, moral y espiritual. La detención y represión de personas no puede cambiar el alma de una nación. Puede desalentarla y disfrazar la realidad de cara al exterior, pero la historia nos ha enseñado repetidamente que el cambio a menudo llega de manera inesperada. "Hablar de cambio no es suficiente, es necesario que éste se produzca", dijo Suu Kyi durante una gira por su país. Los myanmas no necesitan que los eduquen para la democracia; están y siempre han estado preparados para ella. No es necesario elaborar una Hoja de Ruta para establecer la libertad de prensa ni para liberar a los presos políticos. La voluntad de actuar ahora bastaría para llevar a cabo ambos cometidos. Pero eso es aparentemente lo que falta en Myanmar. ¿Acaso no hay fallos evidentes en una Hoja de Ruta si la ruta trazada para aquellos que se ponen en camino hacia la democracia está bloqueada, y si los matan o inevitablemente acaban en prisión?

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