Tribuna:

El tocino y la velocidad

Aquí, en Valencia, al amparo de una editorial prestigiosa, acaba de publicarse un librito importante, un texto traducido por Faustino Oncina y significativo por lo que trata y por quien lo aborda: su título, Aceleración, prognosis y secularización; su autor, Reinhart Koselleck. Como en otras obras de este investigador alemán, también en ésta la prosa es pesadamente germánica y sus objetos tienen ese tratamiento prolijo que uno adivina entre los teutones. Ahora bien, más allá del estilo y del lenguaje abstruso, el objeto es relevante para el público en general, para ese ciudadano desconc...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Aquí, en Valencia, al amparo de una editorial prestigiosa, acaba de publicarse un librito importante, un texto traducido por Faustino Oncina y significativo por lo que trata y por quien lo aborda: su título, Aceleración, prognosis y secularización; su autor, Reinhart Koselleck. Como en otras obras de este investigador alemán, también en ésta la prosa es pesadamente germánica y sus objetos tienen ese tratamiento prolijo que uno adivina entre los teutones. Ahora bien, más allá del estilo y del lenguaje abstruso, el objeto es relevante para el público en general, para ese ciudadano desconcertado que hay en cada uno de nosotros. ¿Son posibles un arte o una ciencia del pronóstico en una época, la nuestra, en que el vértigo, el desarraigo y la sucesión sin fin parecen ser nuestra condena?, se pregunta Koselleck. Si prescindimos de la experiencia histórica, podría decirse que el futuro nos es totalmente desconocido y entonces cualquier pronóstico se convierte en un azaroso juego de dados, admitimos con este historiador. Así no se puede vivir, claro. Si, por el contrario, "hay, y en su favor habla la experiencia histórica, grados de mayor o menor probabilidad, que permite prever la realidad por venir", entonces podemos avizorar "haces de posibilidades que, por separado o en conjunto, constituyen un indicio de la diversas oportunidades para su realización". Nada que objetar. Ahora bien, ¿qué solución concreta le da a este historiador esa segunda opción? Koselleck es un viejo conservador que deplora la aceleración del tiempo presente, esa que relatan cada día los cronistas angustiados del más acá. La respuesta que halla es, pues, la de adoptar un freno simbólico: insertar en el futuro lo que él llama los efectos dilatorios, de modo que las condiciones sociales puedan ser cada vez más estables. Es conservador, pero no insensato, y Koselleck inmediatamente se corrige: hoy, en un presente vertiginoso, esto sólo es algo utópico, deplora con melancolía. Sigamos, sigamos, que hay prisa.

La idea de freno, de contención, podrá traer efectos saludables, añade Koselleck. Cuando creíamos tenerlo todo ganado, nos alarmamos día a día por el incremento de la velocidad y de la rudeza, por las malas maneras expeditivas, por la conducta retadora, ruidosa, vertiginosa. Cuando creíamos que el cultivo de las bellas artes y de la instrucción nos habían mejorado y pulido, observamos el apresuramiento tosco. La educación pública había hecho mucho por nosotros, desde luego, porque además del saber nuestros mentores nos habían transmitido buenos modales, un poco de respeto, la virtud de la cortesía, el gesto de la deferencia, y, sobre todo, el hábito de la lentitud. Esos hábitos milenarios eran un modo de urbanidad, una forma de adaptarse a lo que la vida misma nos exigía: la frustración de todo sueño omnipotente. Si generación tras generación hemos sido instruidos en la mansedumbre y en la demora necesarias, si generación tras generación hemos sido educados en el esfuerzo y en la lentitud, entonces el estruendo, la aceleración y la velocidad serían su negativo exacto. Al valernos de todo tipo de instrumentos y prótesis, al aventurarnos en ese lugar sin límites ni distancias que es el ciberespacio, al adentrarnos en el mundo urgente, inmediato y gratificante de la publicidad, al comer la sopaboba de la sociedad opulenta, muchos no tienen ya horma ni freno, y el silencio y la lentitud no parecen servir. El tiempo real, la superstición contemporánea de que es posible hacerlo y lograrlo todo a la vez, dispara nuestros automatismos y dificulta la reflexión, la conjetura razonable, el escrutinio sensato de nuestro devenir. Hablar despaciosamente, tolerar la demora, ceder el paso, tratar con cortesía, etcétera, son refinamientos que no tienen nada de naturales. Son, por el contrario, el producto costoso y sutil de un proceso de secularización, de sofisticación y de civilización, añaden los moralistas, un proceso que instituyó la contención y la urbanidad, las buenas costumbres, un proceso que domesticó a la fiera que éramos y aún no hemos dejado ser.

Hasta aquí, las ideas de Koselleck o, al menos, las ideas parafraseadas de este historiador alemán que, al hablar de la aceleración y de las escasas posibilidades de hacer pronósticos hoy en día, se pronuncia sobre la secularización moderna y sus efectos. Todo muy sensato, pues. Pero hay, sin embargo, un error: creer que la descivilización presente se debería al vértigo, a la recompensa inmediata y convulsa, a la precipitación actual. ¿Y de los antiguos qué decimos? Según él, los contemporáneos corremos tanto que somos irreflexivos, que obramos irreflexivamente, revelándonos incapaces de la acción cuerda, incapaces de la previsión racional, incapaces de contener desenlaces catastróficos. Creo, por el contrario, que la velocidad no es exactamente la causa de nuestra desazón o crisis, ni de nuestros desaciertos predictivos: siempre hubo agoreros que confundían el tocino con la velocidad, que lamentaban el estado ruinoso del mundo por el desenfreno de los placeres y que achacaban las propensiones vesánicas de los humanos a la falta de contención. Creo que los horrores del pasado y los cataclismos imprevistos de todas las épocas, también espantosos, no se deben al vértigo, sino a la voluntad expresa de infligir el mal, de optar moralmente por el mal, de reflexionar en virtud del mal. En cada acto que emprendemos reflexiva o irreflexivamente, lenta o precipitadamente, nos la jugamos, pues.

Estamos autorizados a hablar en voz alta, seguimos necesitando anticiparnos, pero sabemos que no hay pronóstico importante que de verdad acierte ni especialistas, de pensamiento lento y profundo, cuyos diagnósticos sean inapelables, como añora Koselleck. Es preferible, por tanto, avizorar lo que ocurre, hablar, como cronistas desconcertados en medio del ruido y la furia, como ciudadanos que asumen esa falibilidad del juicio de quienes quieren informarse porque se saben finitos y escasos. No hay una ubicación omnisciente que nos permita ver el acontecimiento, sus causas y sus consecuencias, al modo de Dios o a la manera de dioses chiquititos. Hay, sí, posiciones parciales, moralmente situadas, enfoques velados que nos dejan ver ciertas cosas al tiempo que nos ocultan otras. Somos testigos y víctimas y no queremos ser verdugos, y, al modo de espectadores estupefactos, no siempre distinguimos lo realmente decisivo, la circunstancia que cambia el mundo o que provoca el cataclismo que no supimos adivinar. En realidad, somos y hemos sido observadores de derrumbes imprevistos, observadores que padecen un pánico cerval al que han intentado aplacar diagnosticando la etiología retrospectivamente, haciendo explícita y clara la catástrofe, restándole hondura al azar, a la libertad o al absurdo. Son racionalizaciones que nos evitan la visión del horror, de nuestras flaquezas, de la muerte, ese destino escandaloso. Pobre Koselleck, tan sabio, tan conservador; pobres de nosotros: ni la historia nos redime ni el futuro nos apaciguará.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En