LA COLUMNA | NACIONAL

Ceder todo el poder

QUIEN HACE POLÍTICA aspira al poder, afirmó Max Weber en su memorable conferencia sobre El político y el

científico. Aspira a él como medio para conseguir otros fines o como fin en sí mismo, al poder por el poder, para gozar del sentimiento de prestigio que confiere. No hay, por tanto, político que le haga ascos al poder. Por eso son tan risibles las enfáticas protestas de algunos políticos cuando se llenan la boca asegurando que están allí por voluntad de sacrificio o alguna otra vaina por el estilo. Política es siempre relación de dominación, y el político que no...

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QUIEN HACE POLÍTICA aspira al poder, afirmó Max Weber en su memorable conferencia sobre El político y el

científico. Aspira a él como medio para conseguir otros fines o como fin en sí mismo, al poder por el poder, para gozar del sentimiento de prestigio que confiere. No hay, por tanto, político que le haga ascos al poder. Por eso son tan risibles las enfáticas protestas de algunos políticos cuando se llenan la boca asegurando que están allí por voluntad de sacrificio o alguna otra vaina por el estilo. Política es siempre relación de dominación, y el político que no aspire al poder más valdría que se fuera a casa y se dedicara a otra cosa, a la ciencia, por ejemplo.

Es tan estrecha la relación entre política y poder que resulta insólito el caso de un político que en la cima del poder renuncie voluntariamente a su ejercicio. Tan insólito, que no tiene precedente en la política española desde la precaria instauración del Estado liberal, allá por los años treinta del siglo XIX. Los políticos que se han sucedido en la presidencia del Consejo de Ministros caían del poder empujados por la Corona o golpeados por los militares, pero no se sabe de ninguno que lo haya dejado por propia iniciativa, bajando sin empujones ni golpes de la cumbre. Sobre Cánovas y Sagasta, alternando pacíficamente en la presidencia del Consejo, mucho se ha fantaseado, pero ni uno ni otro cedían los trastos antes de que la situación se hubiera podrido; y lo hacían con el propósito y la garantía de volver cuando la nueva situación comenzaba a dar signos de agotamiento.

Lo que ha ocurrido estos días con el poder en España pertenece a otro orden de cosas. Un político de la especie que Weber llamaba profesional, en su doble forma, de los que viven de la política y para la política, que ha logrado un rotundo éxito como líder de un partido sobre el que ha mantenido un control sin fisuras y como presidente de un Gobierno revalidado por mayoría absoluta, anuncia una retirada, nombra un sucesor y le cede todo el poder. Ceder significa que lo entrega, que lo da sin nada a cambio; y todo significa que se lo transmite tal cual él lo deja, con un partido, más que unido, uniforme y con serias posibilidades de obtener, si no una mayoría absoluta, sí suficiente para continuar en el Gobierno por otra legislatura.

Pero ceder todo significa también que el político ejerce por última vez su poder despojándose de él. Por supuesto, no ha abierto un proceso electoral en el partido, no ha convocado unas primarias entre posibles candidatos, ni ha reunido a un grupo de notables para cambiar impresiones y someter dos o tres nombres a votación. Ha dejado que los periódicos y el público se entretuvieran con una supuesta terna de candidatos mientras controlaba un procedimiento que comenzaba y acababa en su absoluta voluntad: absoluta en sentido literal, libre de todo vínculo. La cesión ha sido un acto de su voluntad libérrima, puesto que el poder -legitimado por el espectacular vuelco, en organización, en poder, en expectativas, del Partido Popular bajo su mando- le pertenecía entero y quería demostrar, cediéndolo, que lo ejercía sin trabas de ninguna clase.

Es por tanto un acto de poder supremo que vacía de poder a un político profesional por partida doble. No es habitual; podría decirse: es único. Lo insólito suscita, claro está, sospechas relativas tanto a quien lo cede como a quien lo recibe. Sospechas sobre la capacidad de éste para mantener íntegro un depósito que obtiene por herencia, no por conquista; pero sospechas también sobre las intenciones del donante, que ha librado una larga y dura batalla hasta hacerse con todo el depósito. Sospechas razonables porque en el mejor momento de su carrera, un político profesional que ha vivido de y para la política, no aspira más al poder y deja por lo mismo de ser político. La política es, ciertamente, una profesión, pero es también una vocación. De la profesión se puede pasar; de esta vocación, no.

No, porque quien hace política -repetía Weber, dejándose llevar de su vena romántica- pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder. Si ceder todo el poder en un ejercicio de poder total o totalitario es o no una sutil forma de pacto con el diablo, sólo el tiempo lo dirá. El demonio, recordaba el maestro, es viejo: tendremos nosotros también que hacernos viejos para entenderlo. O sea, que habrá que estar a ver dónde y cómo termina todo esto.

José María Aznar, en un Congreso del PP.

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