Columna

¿Qué es lo alarmante?

En esta semana se ha prestado una extraordinaria atención en los diversos medios de comunicación a la excarcelación de dos presuntos delincuentes, uno en Alcoy y otro en Barbate, por haber cumplido el plazo máximo previsto en la ley para la prisión provisional en el primer caso y por haber cumplido en prisión también el máximo previsto en la ley cuando la sentencia no es firme en el segundo.

Se trata, obviamente, de dos asuntos sobre los que resulta oportuno llamar la atención de la opinión pública, porque ponen de manifiesto un ejercicio anómalo por parte de órganos judiciales de la fu...

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En esta semana se ha prestado una extraordinaria atención en los diversos medios de comunicación a la excarcelación de dos presuntos delincuentes, uno en Alcoy y otro en Barbate, por haber cumplido el plazo máximo previsto en la ley para la prisión provisional en el primer caso y por haber cumplido en prisión también el máximo previsto en la ley cuando la sentencia no es firme en el segundo.

Se trata, obviamente, de dos asuntos sobre los que resulta oportuno llamar la atención de la opinión pública, porque ponen de manifiesto un ejercicio anómalo por parte de órganos judiciales de la función que tienen constitucionalmente encomendada.

Que el juzgado de Alcoy no haya sido capaz siquiera de instruir el sumario durante los cuatro años que el ciudadano presuntamente autor de un delito gravísimo ha estado en prisión es evidentemente inaceptable. De la misma manera que también lo es que el Tribunal Supremo no haya sido capaz de resolver en tiempo razonable el recurso interpuesto contra la sentencia dictada en su día contra el narcotraficante de Barbate.

Estamos asistiendo en este comienzo de siglo a un incremento brutal en el número de presos

No cabe duda de que nos encontramos ante dos asuntos graves, de los que deterioran todavía más la imagen ya muy deteriorada de la Administración de Justicia en España y contribuyen, en consecuencia, a que los ciudadanos desconfíen de ese servicio esencial en todo Estado de derecho digno de tal nombre.

Está bien que se le preste atención y estará todavía mejor que el Consejo General del Poder Judicial sea capaz, tras la investigación correspondiente, de dar una explicación a la sociedad española de lo que ha ocurrido y por qué y adopte las medidas pertinentes para que no vuelva a ocurrir.

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Pero mucho más que estos dos asuntos me han llamado la atención los datos actualizados a 22 de agosto de 2003 relativos a la evolución de la población penitenciaria en nuestro país. Estamos asistiendo en este comienzo de siglo a un incremento brutal en el número de presos. Si a finales de 2000 había 45.128 reclusos en España, en agosto de 2003 el número es de 54.975, es decir, un 21,8% más. La población carcelaria, que se había mantenido prácticamente estable en la última década del siglo pasado, ligeramente por debajo de los 45.000 reclusos, ha subido de manera espectacular en los primeros años del nuevo siglo.

Este incremento de la población penitenciaria es mucho más alarmante, en mi opinión, que los dos casos a los que hacía referencia al iniciar este artículo, que han generado, con razón, alarma en la opinión pública. Y es más alarmante porque si los dos casos mencionados ponen de manifiesto un fracaso en el proceso de administración de justicia, el incremento de la población penitenciaria pone de manifiesto un fracaso de la sociedad española en general.

Se trata, sin embargo, de un asunto al que se ha prestado mucha menos atención. Únicamente La Vanguardia lo ha destacado en portada y le ha dedicado atención pormenorizada el pasado jueves. Y, sin embargo, me parece que esa fría estadística debería alarmarnos mucho más que los dos presuntos delincuentes que han dejado de estar en prisión.

Algo tenemos que estar haciendo muy mal para que el número de conductas delictivas con entidad suficiente para que sus autores sean internados en centros penitenciarios esté aumentando de manera tan extraordinaria. El número de reclusos es uno de los indicadores más expresivos del fracaso de un modelo de sociedad. Una sociedad que funcione razonablemente bien no puede tener a tantas personas privadas de libertad.

Y no puede ver ese incremento como algo normal, como hace el Ministerio de Interior.

Cito textualmente de La Vanguardia: "Desde Interior se asegura que, en cualquier caso, la situación no es preocupante, pues la ocupación de las prisiones se encuentra sólo ligeramente por encima del 100% y ya están en marcha planes para edificar nuevos penales sin que esté previsto el cierre de ninguno de los que ya funcionan".

Podemos quedarnos tranquilos no porque se prevé que disminuya el número de delitos, sino porque cada vez vamos a tener más prisiones y, en consecuencia, podremos privar institucionalmente de libertad a un mayor número de ciudadanos.

No sé si algún ciudadano se sentirá más tranquilo después de haber oído la explicación del Ministerio de Interior, pero a mí me ha intranquilizado todavía más. La evidencia empírica de que disponemos no permite concluir que el aumento de la población penitenciaria reduce la actividad delictiva.

En Estados Unidos lo llevan comprobando desde hace tiempo. Y en España me parece que vamos en la misma dirección.

Invertir en centros penitenciarios es necesario, pero no es ningún motivo de orgullo, ni puede ser presentado como un avance.

No está de más que los andaluces sepamos que de los cuatro nuevos centros penitenciarios que se van a construir dos se van a instalar en Andalucía, en Sevilla y Cádiz, señal significativa del incremento de la actividad delictiva en nuestra región.

La necesidad de estos dos nuevos centros penitenciarios debería alarmarnos mucho más que la indebida excarcelación del narcotraficante de Barbate, porque de eso último no tenemos responsabilidad alguna, pero de lo primero alguna sí tenemos.

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