Columna

Baudelaire

No resistía el calor de la casa y he bajado a tomar una copa al Baudelaire. Los ventiladores mueven sus aspas como se mueven las palabras en las conversaciones entre conocidos que no se conocen del todo. Una corrección disciplinada envuelve en el aire la desconfianza. El Baudelaire es un bar pegado a los silencios de su dueña. María lleva sola la barra, abre la puerta a media tarde y cierra cuando la noche empieza a hacer demasiadas preguntas. No fuma, no tiene pareja, no tiene líos con la policía, sólo comparte una fatigada vitalidad capaz de atraer a los marineros en tierra de la ciudad. Lle...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

No resistía el calor de la casa y he bajado a tomar una copa al Baudelaire. Los ventiladores mueven sus aspas como se mueven las palabras en las conversaciones entre conocidos que no se conocen del todo. Una corrección disciplinada envuelve en el aire la desconfianza. El Baudelaire es un bar pegado a los silencios de su dueña. María lleva sola la barra, abre la puerta a media tarde y cierra cuando la noche empieza a hacer demasiadas preguntas. No fuma, no tiene pareja, no tiene líos con la policía, sólo comparte una fatigada vitalidad capaz de atraer a los marineros en tierra de la ciudad. Llegó un día de no se sabe dónde, alquiló un local de desayunos, y con dos persianas y cuatro sombras lo convirtió en el refugio nocturno de los solitarios habituales. Las mesas y las sillas han aceptado el cambio de horario con una naturalidad de suburbio acostumbrado a sobrevivir. Los marineros en tierra de la ciudad no necesitan el plumaje de un loro impertinente, no son partidarios de repetir las cosas, ni se atreven a dejar las palabras en manos del eco, siempre dispuesto a las malas interpretaciones. El gato negro que se cuela de vez en cuando en el Baudelaire resulta mucho más discreto. Ocupa su silla, se olvida de la clientela, abre los ojos y se pone a vigilar la puerta como si la madrugada fuese a entrar de un momento a otro. Es un gato sin tejado, y ni siquiera los gatos son noticia en este bar por más de una noche. Los desconocidos viven la patria de la primera noche, llegan, forman corro, cuentan su vida, y luego se integran en el amparo del bar con su silencio a cuestas.

Así llegó el poeta que ha perdido la fe en la poesía y en los premios literarios. Después de una vida de pasiones y metáforas, ahora pisa endecasílabos como quien mata cucarachas a golpe de zapato. Estaba dispuesto a resistir la ceguera de la crítica y la mezquindad de los jurados, pero la juventud lo abandonó un día impreciso de otoño y no ha encontrado el símbolo capaz de romper las paredes grises. Así llegó el camionero que había decidido renunciar a las bombillas rojas y a los bares de carretera justo la misma noche en la que descubrió, al regresar a casa, la carta de su mujer sobre la mesa. Debe llevarla todavía en el bolsillo, cada vez más arrugada, y más triste, y con más faltas de ortografía. Pero sólo la sacó en la última copa de la primera noche, para leérsela a María, mientras todos los oídos del Baudelaire le daban una bienvenida silenciosa. Así llegó la peluquera que miraba el reloj porque había quedado con su novio, y llamaba por teléfono, hasta que dejó de mirar el reloj y de llamar por teléfono, para contarle al poeta sin metáforas que su novio y su socia habían desaparecido sin otra explicación que las cuentas vacías del banco. Así ha llegado esta noche el hombre elegante de la chaqueta azul y la corbata floja. La voz agrietada con la que suplicó un whisky doble podía deberse a una mala hora o a una existencia perdida. La barra del Baudelaire sabe que hay una frontera líquida entre las dificultades transitorias y los destinos desmantelados. Nadie se atrevió a sacar conclusiones hasta que el hombre elegante llamó a María, pidió otro whisky doble y empezó a contarle su vida: yo, señorita, soy fiscal...

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En